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Papá Orinoco

El venerado torrente, donde Alejo Carpentier apreció y describió estampas de lo real maravilloso americano, es sustento de millones de familias y cofre de formidables riquezas

Autor:

Enrique Milanés León

CARACAS.— Nuestro Alejo Carpentier, que vivió en esta ciudad entre 1945 y 1959, no tardó en reconocer al Orinoco como «el Padre Río». El creador del concepto de lo real maravilloso americano recorrió varias veces el venerado torrente y asentó en crónicas insuperables su convicción de que allí se manifestaba lo «fantástico real» que distingue a nuestra región con mística propia, independiente de la que pretendieron ver y/o quisieron imponer los europeos.

Así, entre los dos millares de estampas que publicó en su sección Letra y solfa, del periódico El Nacional, el autor de El Reino de este mundo reseñó alguna vez un cayo que al atardecer se movía sobre el agua, «isla viviente cubierta de escamas» que al cabo resultó ser un trozo de tierra cubierta de camaleones en celo.

«…el Padre Orinoco no pide permiso a la tierra —como los ríos que se dejan conducir por el relieve de la tierra— para correr hacia donde se le antoje…», escribió Carpentier en una crónica que remata magistralmente: «Donde está el Orinoco, lo que cuenta es el Orinoco».

Con pluma sensible y afilada, Carpentier defendió, cuando pocos lo hacían, la hermosura y distinción de las tribus de la cuenca, pero tal vez el acto humano-literario más asombroso que dejó al respecto —¿habrá algo que extrañe ya a alguno de sus lectores?— es la nota periodística en la que afirmó haber visto sobre el río, la noche del 23 de agosto de 1948…, tres platillos voladores.

Antes que él, otro grande de las letras continentales había dibujado, en Doña Bárbara, la vastedad del llano bañado por el patriarca de las aguas venezolanas. Rómulo Gallegos, el escritor que en el propio 1948 ascendería a una efímera presidencia en el país, describió en su novela más célebre la cuenca de esta tierra «abierta y tendida, buena para el esfuerzo y para la hazaña, toda horizontes, como la esperanza, toda caminos, como la voluntad».

Tanto como lo marcó a él esa región, la huella de sus letras ha quedado en todo el llano enseñoreado por Don Orinoco. Un circuito conocido como «La ruta de Rómulo Gallegos» incluye, sobre el río Arauca, el puente Marisela, la hija de «La Doña» en la novela que dispone en la zona, además, de una escultura de bronce.

La saga no acaba ahí: más allá, cruzando el Capanaparo, comienza el Parque Nacional Santos Luzardo, ese amor contradictorio e imposible que «La Dañera» no pudo amansar.

Como Luzardo, el Orinoco, que baña y bendice 17 de los 23 estados venezolanos, es indomable. El tercer río más caudaloso del mundo lleva en sus 2 140 kilómetros el sustento a millones de familias en Colombia, pero sobre todo en Venezuela, que atesora el 65 por ciento de su pródiga cuenca.

Cual una pareja mestiza típicamente venezolana, el Orinoco y el Caroní —segundo río más caudaloso del país— se juntan en hermoso espectáculo a la altura de ciudad Guayana, donde el fenómeno puede verse sobre el puente Angosturita. La leyenda aborigen sostiene que el Orinoco, hombre, y el Caroní, mujer, se enamoraron contra la voluntad de los dioses, que los condenaron a vivir en líquida tentación; esto es, a reunirse sin poder mezclarse. Entonces, una línea increíble divide en el agua la claridad de uno y la oscuridad del otro.

No hay sorpresa posible. Las noticias de hoy no hacen más que recordarnos a Carpentier. El reciente mapeo de los milenarios grabados rupestres que en los Raudales de Atures, en pleno Orinoco, registraron algunas de las ilustraciones prehistóricas más grandes del mundo, nos remite a la noche estrellada en que nuestro Alejo vio… lo que vio.

Es el maravilloso y realísimo Orinoco, cuna y refugio de alrededor de 40 000 indígenas waraos, kariñas, pemones, yanomamos… que tienen como humilde hogar una zona que, cual húmedo cofre, guarda parte significativa del petróleo y el gas, los recursos hidroeléctricos, el diamante, el oro, el jaspe, el hierro, el aluminio y el caolín que el proceso bolivariano rescata para todo el pueblo. 

A la vuelta de 69 años, el que baja la mirada que una vez elevó al cielo Carpentier se deja llevar aguas abajo por el portentoso Orinoco y al llegar al Atlántico tiene que recordar la sentencia de Cristóbal Colón, quien, frente a semejante paisaje durante su tercer viaje a nuestro continente, afirmó tajantemente en 1498 que había llegado al Jardín del Edén. El Gran Almirante de la Mar Océana, que erró tantas veces en dictámenes y reportes, no estuvo en esto muy lejos de la verdad.

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