Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La vista larga de Ilse

Autor:

José Alejandro Rodríguez

Hace tiempo le debo una reverencia a esa dama increíble llamada Ilse Bulit, que un aciago día cruzó la frontera hacia la oscuridad absoluta, y hoy solo palpa texturas y volúmenes, nostálgica de atardeceres violáceos.

Por muchos años, la periodista Ilse animó las páginas de Bohemia con un escalpelo crítico en temas esenciales de la cultura cubana. Y mientras refinaba cada vez más la agudeza analítica, paradójicamente su visión iba degenerando. Lo delataban aquellos cambiantes espejuelos, que cada vez más se aproximaban a esas lupas indiscretas de los filatélicos.

Pero Ilse seguía allí en el ajetreo de las coberturas periodísticas, a despecho de lo que iba marchitándose en sus ojos. Y más de un colega vaticinaba su pronto retiro de la profesión, cuando la luz la abandonara para siempre.

Un oscuro día, Ilse no vio más a sus familiares y vecinos, ni las olas sobre el Malecón ni el follaje disipador de los árboles. Y volvieron los mismos agoreros de la derrota, esta vez a presagiar su encierro final a cal y canto, cual una Greta Garbo tropical. «Pobrecita», musitó más de uno, con esa falsa condescendencia de quienes dan pésames alegrándose egoístas de estar vivos y salvos. No faltó quien la olvidara rápido, gente que mide la vida por los éxitos, alturas y notoriedades.

No calculaban a Ilse. Del dolor y la tristeza, del impacto y la parálisis que le sucedieron, sobrevino un magma de resurrección, cuando solicitó internarse un tiempo en el Centro de Superación de la Asociación Nacional del Ciego, allá en Bejucal, con el consentimiento de su amorosa familia. Allí la pertinaz mujer cursó la gran carrera de su vida: aprendió a vivir y a sentir como una invidente. Se alfabetizó en los códigos de sonidos y tactos, negándose a aceptar con Jorge Manrique, que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Ilse se aferró a esa luz interior que nunca te abandona. Y convirtió la casa en un ordenado juego de acertijos y claves. Ella es los ojos de su hogar. Dispone cada gaveta y rincón, y sabe dónde está doblada la toalla verde de su marido, y dónde los nuevos calzoncillos de su hijo, o la tijerita de cortar uñas.

Lo insólito de todo es que esta luminosa mujer encegueció en medio de aquellos días feraces de comienzos del período especial, cuando todo se ensombreció, para ella doblemente. Entonces no se sentó a llorar y tuvo que hacer malabares en la cocina para vender alguna que otra golosina en el barrio.

Y con el Braille volvió al éxtasis de la lectura y sus ensoñaciones. Ella sigue viendo filmes y telenovelas en la televisión, con la asistencia descriptiva de su compañero. Se conecta con las autopistas comunicacionales de este mundo y ha asumido la era digital, el Internet, navegando por textos que convierte en voces gracias a los prodigios de la tecnología.

También llegó el momento de traspasar la puerta de la calle y volver al periodismo, allá en la selecta emisora Habana Radio, quebrantando el sino de los fracasados, hablándonos al oído, con sus vívidos guiones, comentarios y crónicas.

Durante las escasas ocasiones en que he hablado por teléfono con Ilse, sus cálidas palabras parecen brotar de cavernas muy profundas del alma, que se han ahondado en la instropección. Es como si viera más profundo y esencial, más noblemente, desasida de apariencias y envolturas. Confieso que siento una recóndita vergüenza ante Ilse y muchos otros seres baldados por la Naturaleza, el azar o vaya a saber qué. Inmensos que se han crecido por sobre sus desgracias, como un Jacguinet pintor que, tras haber perdido las dos piernas y un brazo en un accidente lejano, abrazó la imaginación desbordada y ha caminado buen trecho por la plenitud de la pintura y la escultura. O el sabio Stephen Hawking, quien desde una silla de ruedas y sin apenas mover ni una pestaña, nos ha conducido por los misterios de la formación de este Mundo.

Sí, quien goza de los cinco sentidos debería inclinarse ante ellos, y preguntarse todos los días cuánta belleza pasa fugaz ante sus rutinarios ojos, cuánta música sublime no escuchada, cuánto camino no avanzado por la vagancia vegetativa que corroe. ¿No estaremos muy ciegos, muy sordos, muy invalidados para descubrir todos los días el secreto de la vida?

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