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¡Se acabaron las pistolas!

Alejo Cossío del Pino, propietario de Radio Cadena Habana y del restaurante campestre Topeka, tenía razones para sentirse deprimido. Hacía rato que había olvidado la amenaza de muerte que pendía sobre él desde que, en los días de la masacre de Orfila (septiembre de 1947), los seguidores de Emilio Tro lo acusaron de favorecer a los adictos de Mario Salabarría y colocaron su nombre en la lápida de la tumba del jefe de la Unión Insurreccional Revolucionaria para advertir que la UIR había puesto precio a su cabeza.

Algo más inmediato lo aplastaba. A sus desavenencias recientes con el alcalde habanero Nicolás Castellanos se sumaba la comunicación recibida aquella mañana. Pese a haber quedado como primer suplente, con más de diez mil votos, en las elecciones legislativas de 1950, el Tribunal Superior Electoral reconocía a José Basterrechea, que solo alcanzó dos mil sufragios, el derecho a ocupar la curul dejada vacía por Benito Remedios en la Cámara de Representantes. Aducía el Tribunal que Cossío no pertenecía ya al Partido Republicano, por el que había aspirado. Si bien el documento expresaba que la decisión final del asunto debía tomarla la comisión de actas de la Cámara, Cossío comprendió que no volvería, al menos esta vez, al ala derecha del Capitolio.

—Todo me está saliendo mal— se dijo e hizo varias llamadas telefónicas para compartir la noticia adversa con sus amigos. Con uno de ellos, el parlamentario Radio Cremata, quedó en verse esa noche en la puerta de la emisora. Llegó Cremata a la hora convenida y, junto con José R. Mérida, presidente del Partido Nacional Cubano en el barrio de Arsenal, cruzaron la calzada de Belascoaín y caminaron hasta la calle San José. Allí, en el café-restaurante Strand, aguardaban Ceferino Duque y un hermano de Cossío.

Nada presagiaba la tragedia. Había pocos clientes en el Strand a esa hora y todo parecía tranquilo aquella noche del 11 de febrero de 1952. Tomó asiento el grupo alrededor de una mesa y solo cuando el dependiente trajo el pedido, Cossío, de espaldas a la calle San José, comenzó a leer en voz alta el dictamen del Tribunal Superior Electoral.

Seguían los cinco amigos los rutinarios y aburridos argumentos judiciales cuando un Oldsmobile rojo hizo una parada momentánea cerca del café para dejar salir a cuatro sujetos. Continuó el vehículo la marcha, dobló por San José y, con el motor encendido, aparcó a medianía de cuadra, mientras los cuatro individuos, sin premura, caminaron por la acera, bordearon el Strand y abrieron fuego sobre el grupo. Cossío cayó hacia fuera y en su caída arrastró a Mérida, gravemente herido. Corrieron los agresores hacia el vehículo disparando al aire para sembrar el pánico. A la altura de la calle Marqués González, el policía de ronda, con riesgo de su vida, intercambió disparos con los ocupantes del automóvil, sin llegar a detenerlo. En el Strand, Cremata, Duque y el hermano de Cossío, repuestos del desconcierto del atentado, quisieron ayudar a las víctimas que se agitaban en sus charcos de sangre. Fue entonces que se percataron de que Duque y Cremata estaban heridos también. Alejo Cossío del Pino, con 16 perforaciones de bala en sus espaldas, no llegó vivo al hospital de Emergencias.

Las señas y el santo

Por la destacada personalidad de la víctima, la muerte de Cossío provocó en el país una ola de justificada indignación. Para muchos, la UIR había cumplido el juramento de eliminarlo que hizo en el sepelio de Emilio Tro. Para otros, por la frecuencia e impunidad de hechos como ese, el máximo responsable era el gobierno de Carlos Prío, incapaz de controlar el gansterismo pese al llamado «pacto de los grupos» que, auspiciado por el Ejecutivo, pretendía poner fin a la actividad de los caballeros del gatillo alegre. Otros iban más lejos y acusaban al ex presidente Grau como responsable máximo del asesinato. En ese sentido recordaban que «ese viejo hipócrita» se había empeñado en hacerle la vida imposible durante los cinco meses y medio que lo mantuvo como su ministro de Gobernación (Interior). Al asumir esa cartera, Cossío había declarado: «¡Se acabaron las pistolas!» y enunciaba un vasto plan para cortar de raíz el crimen político organizado. Vana ilusión, pues mientras el Ministro tomaba las medidas que creía oportunas para acabar con el pistolerismo, Grau seguía recibiendo en el despacho presidencial a los más connotados pistoleros.

Por lo pronto, las tres personas detenidas de inmediato tras el atentado tuvieron que ser dejadas en libertad. Los dos miembros de la UIR apresados por la Policía tenían una coartada perfecta. A la hora de los hechos be-

bían tranquilamente en el Bodegón de Toyo con el comandante Luis Varona, del Buró de Investigaciones. El tercer detenido era el mismo Basterrechea, que celebraba en su casa la decisión que a su favor emitiera el Tribunal Superior Electoral. Había sido la suya una detención gratuita, pues nada lo vinculaba con el incidente.

Alguien conocía, sin embargo, el camino para llegar a los culpables. Tan pronto recibió la noticia de la muerte de Cossío en su residencia del reparto Miramar, el vicepresidente de la República, Guillermo Alonso Pujol, recordó las conversaciones que, casi un año antes y con la mayor reserva, sostuviera con el general Fulgencio Batista, en su finca Kuquine. El militar trató entonces de sumar a Alonso Pujol, pese a su posición en el gobierno, al golpe de Estado que tramaba contra Prío. Justo es decir que el hábil político no secundó los planes golpistas, pero prefirió guardar silencio y no ponerlos en conocimiento del gobierno al que pertenecía.

En aquellas conversaciones matinales, mientras desayunaban, Batista exponía las razones que, a su juicio, justificaban el golpe de Estado. El gansterismo era una. «Es un mal que nos lleva a la anarquía y el Ejército y nosotros estamos en el deber de salvar la sociedad cubana», dijo. En efecto, repuso Alonso Pujol, es una deshonra nacional, y un mal que debe extirparse. Añadió: «Pero sus víctimas hasta ahora carecen de relieve, en su mayor parte son miembros de clanes seudorrevolucionarios, y tales sucesos no han logrado herir en lo profundo la sensibilidad pública. No creo que estos hechos de sangre, y la censurable conducta de las autoridades dejándolos sin castigo, sean bastantes para justificar históricamente un alzamiento militar... Aún no ha ocurrido un hecho de tanta resonancia como fue en España la muerte de Calvo Sotelo, preludio de la sublevación de los generales Sanjurjo, Franco y Mola».

Creía Alonso Pujol haber influido lo suficiente en el ánimo de Batista para disuadirlo de sus planes conspirativos cuando el atentado a Alejo Cossío del Pino lo sacó de su error. No se trataba de una víctima más, sino de un hombre que había ganado relieve gracias a sus arrestos cívicos y que podía convertirse en el Calvo Sotelo que Batista buscaba. Por eso decidió no esperar y a las once de la noche apremió una conferencia telefónica con el primer mandatario. A esa altura, las diferencias entre el Presidente y el Vice eran ya notorias e insalvables, al punto de que Prío había privado de su escolta a Alonso Pujol y le había retirado la custodia de su casa. No obstante, en aquella conversación telefónica, si bien no disimuló su vehemencia, habló con cuidadosa consideración para la autoridad del jefe del Estado. Le dijo:

—Como integrante del régimen que presides, me creo autorizado a exhortarte, con todo respeto, para que actúes de modo inmediato y con suprema energía. Te sugiero la urgente sustitución del jefe de la Policía, la suspensión de las garantías constitucionales, que asumas personalmente la jefatura de las Fuerzas Armadas y dictes las otras medidas que sean procedentes para dar una batida en firme a los criminales que, con todos sus desmanes, están a punto de provocar una catástrofe».

Contaría después Alonso Pujol que Prío compartió su criterio y, tras agradecerle sus observaciones, le dijo que salía de inmediato para Palacio, donde reuniría al consejo de ministros. Alonso Pujol debió sentir tranquila su conciencia. Con lo dicho, quedaba bien con Prío y, con su silencio, seguía quedando bien con Batista. Había dado las señas al Presidente, sin mencionarle el santo.

Camino de Columbia

Pero informes del Servicio de Inteligencia Militar ponían en conocimiento del alto mando del Ejército los trajines conspirativos de Batista. Como sabía que no llegaría al poder por la vía electoral, se proponía conseguirlo por la fuerza.

En las reuniones que sostenía con un nutrido grupo de militares en retiro en las oficinas de su Partido Acción Unitaria, en 17 No. 306, en el Vedado, y en su propia residencia campestre, se insistía en la necesidad de crear un clima de agitación nacional tendente a demostrar que el gobierno de Prío carecía de fuerza para controlar el orden, mantener la paz pública y garantizar los derechos de la propiedad y la libre empresa. Se quería llevar a la opinión pública el criterio de que solo Batista podía restablecer el equilibrio. Por eso se orientaba estimular a los militantes del PAU a realizar atentados personales y promover alteraciones que colocarían a la República en un estado de inquietud y alarma que justificarían las aspiraciones batistianas.

Después de la conversación telefónica con Alonso Pujol, Prío salió de su finca La Chata, en Arroyo Naranjo, decidido a suspender las garantías constitucionales y dar una batida a las pandillas gansteriles con el nombramiento de un nuevo jefe de la Policía Nacional. Ya en Palacio, convocó a sus más cercanos colaboradores. Pronto en torno al Presidente se reunieron el primer ministro, Oscar Gans, y los titulares de Gobernación y Defensa, Segundo Curti y Rubén de León, respectivamente. Acudieron también los jefes del Ejército y la Marina, el fiscal del Tribunal Supremo y Orlando Puente, secretario de la Presidencia y artífice del «pacto de los grupos».

Cuando el decreto que suspendía las garantías, redactado y mecanografiado por Puente, estuvo listo, el Presidente lo sometió a la consideración de los reunidos. El primer ministro, los jefes militares, Rubén de León y el fiscal del Supremo votaron porque no se tomara esa medida. Adujeron que la oposición acusaría al Presidente de valerse de la muerte de Cossío del Pino para favorecer la posición electoral del candidato gubernamental, el auténtico Carlos Hevia. Prío y Curti, por el contrario, pensaban que la suspensión de las garantías constitucionales frenaría, al menos de momento, a los conspiradores. Anota el historiador Newton Briones Montoto: «Prevaleció la opinión de la mayoría y no se suspendieron las garantías».

Se nombró, sí, al teniente coronel Juan Consuegra, del Ejército, como jefe de la División Central de la Policía Nacional. El nuevo titular, hombre enérgico y hasta rudo, según calificativos de la prensa de la época, había ingresado en las Fuerzas Armadas en 1937 y a partir de 1944, a la sombra del general Genovevo Pérez, prosperó rápidamente en la jerarquía castrense. Con su nombramiento se militarizaba la Policía. Miembros de la llamada Compañía Especial que el teniente José Ramón Fernández y Álvarez había contribuido a entrenar con esmero para otros fines en Columbia, prestarían servicio en su sección radiomotorizada. Consuegra ordenó la detención de más de 30 pistoleros. Ocurrió lo de siempre: los tribunales, alegando falta de pruebas, los dejaron en libertad.

Se dice que existen elementos que confirman que Batista pagó a los asesinos de Alejo Cossío del Pino. Se dice que, ya siendo presidente, los indultó. La muerte del propietario de Radio Cadena Habana le allanó el camino hacia Columbia, el 10 de marzo de 1952.

(Fuentes: Textos de Enrique de la Osa, Alonso Pujol y Newton Briones Montoto)

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