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Las invulnerables prendas del cubano

Nuevas imágenes sobre el huracán Ike Vea la cobertura completa sobre Ike SERVICIO DE COMUNICACIÓN con familiares y amigos a través de Juventud Rebelde

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Tras el zarpazo de Ike y Gustav, hay en la tendedera del país reservas oreándose para todos los ciclones de la vidaEl sol sale para todos, también en Los Palacios. Tras la doble ración de destrozos y sufrimientos, con nombres lejanos de Ike y Gustav, los primeros rayos de la calma revelan la terca porfía entre la vida y la muerte.

El paisaje semeja un rompecabezas desarmado con saña, dispersas sus piezas por dos largas perretas de la Naturaleza. Con sus bramidos, Gustav torció hasta desvencijar lo que apareciera: desde torres de alta tensión hasta techos y paredes. Hay miles de proyectos disipados por el suelo, entre árboles calcinados. Y para rematar, con su cachaza de aguas fieras Ike viene a inundarlo todo, a sumergir ciertas esperanzas. La tragedia tiene su olor, y esa densa humedad de lo empozado en el alma.

La comunidad rural de Sierra Maestra, a muchas desolaciones e infortunios del centro de Los Palacios, fue el primer blanco poblacional de consideración en la fatídica trocha que abrieron ambos huracanes a su paso por la provincia de Pinar del Río. Dicen los que allí perviven que aquello era un pintoresco caserío. Alguien lo evoca como «bello, bello». Vivible. Pero el amanecer del primer sol tras viento y agua, 11 de septiembre, nos descubre esqueletos de armazones. Los hogares muestran sus vísceras impúdicamente, y más de un recuerdo anda perdido entre el lodo y los perros alucinados.

A Eugenia Gladys no le quedó ni una sola pared donde recostarse a llorar. Hay quien acapara más la adversidad. A Eugenia Gladys Ortega Cardoso no le quedó ni una sola pared donde recostarse a llorar. Allí están sus hijos y un cuñado rescatando del fangal las tablas de salvación para levantar un quimbo, lo que oficialmente se conoce como una facilidad temporal. «Estamos respirando...», confiesa casi en soliloquio mientras acaricia alguna esperanza que las ráfagas no le pudieron arrancar.

Ironías. Esta mujer ahora sin cobija fue de los empecinados que obraron el milagro de salvar todas las vidas en Pinar del Río. Con arrestados como ella, el Consejo Popular Sierra Maestra amparó a sus hijos en la bodega y en la Iglesia.

A solo metros del laboreo sobre las ruinas de la casa de Gladys, nos deslumbra algo inverosímil: sin techo, con las paredes de madera renqueando, Margarita Alfonso ha baldeado su piso de cemento pulido. Huele a limpio. Bajo el techito que su marido Yiyo levantó apenas sobre el fogón, reluce la escasa vajilla sobreviviente. Humea con la llama de luz brillante el calzo del día.

Margarita tiene el don de desconcertarnos: Nos obliga a compartir una mano de plátanos maduros. «Sí, se los tienen que comer...», tercia. No puede haber fruta más espléndida, de pulpa más generosa.

En su radiecito chino de energía solar y manigueta, Yiyo escucha las noticias, mientras un pato se sube al metro contador de la electricidad, que yace en el lodazal. «No hay más ná», sentencia. Yiyo no se afeita, y Margarita dice que así no dormirá con él. Yiyo sonríe, y añade que en las noches, huyendo de la plaga de mosquitos, los vecinos se caen a cuentos al borde de la carretera, el único sitio que escapa al cementerio de hogares.

La mejor ofrenda

El Consejo Popular Sierra Maestra albergó a muchos vecinos en la bodega y en la iglesia. En la iglesia de Sierra Maestra permanecen aún los albergados. Ante el altar de Santa Teresita no habría mejor ofrenda que las sonrisas de los niños, sus travesuras y juegos sobre los largos bancos.

Afuera los hombres, torsos desnudos y rostros demacrados, esperan por las «fibras» para el techo que el Gobierno envía. Se ayudarán los unos a los otros, pero la resurrección será larga.

Amarelys Lara, de 33 años, aguarda en el templo con sus tres hijos. Es de un lugar llamado Resplandor. Tanto ella como muchos otros hospedados allí se debaten entre la angustia y la fe en que no serán olvidados. Cuenta que no les falta el desayuno, las meriendas, las comidas... hasta el yogurt para los muchachos.

Sus dos varones fueron a buscar cordeles para seguir secando ropa. Las tendederas, con sábanas y otras pertenencias al sol y al viento, son el emblema batiente de la vida en medio de la destrucción y el silencio.

Evitar la epidemia del desconcierto

El área urbana de Los Palacios es una retahíla de cráteres, casa tras casa. Luis Sánchez Jabiqué parece un equilibrista, martillo en mano, en medio de las vértebras derruidas de su tozudo hogar, condenado a resucitar de ciclón en ciclón. «Qué voy a hacer... mi mujer... mis dos niñas...».

Jabiqué vuelve a levantar su casa. Justo al lado, casi tocando el brazo de Jabiqué, Nivia González tiene una porfía más larga con los vientos. Está en derrumbe total desde el Lily, cuando cayó su casa en Guane. La levantó, y la legó a sus hijos, impulsada por otros torbellinos, los del amor. Entonces, Manuel de la Cruz y Triana, eléctrico, levantaba tendidos en aquel pueblo; y la «levantó» a ella aquella tarde, cuando probó su café.

Con una hija de siete años, ahora han tenido que recomenzar en aquel maremagnum entre destrozos: las aguas de un viejo espejo, cazuelas y una oxidada máquina de coser donde van a rearmar su colchón y sus días. Se disculpa Nivia por no poder brindar nada, «porque estamos en cero». Y como si no bastara su dolor, nos alerta: «Mire, el de al lado perdió más; no hace ocho meses había terminado la pared de mampostería...».

Hay abismos peores en el «resisterio» de seres más vulnerables. Martha Friol Solís, su hermano y uno de sus hijos pasaron los vendavales en un bañito del tamaño de una celda, la única «placa» de la casa. El joven está desplomado, y todavía no vislumbra salida.

«Evitar la epidemia del desconcierto». Esa máxima es exactamente, tras Ike y Gustav, el vórtice del huracán de preocupaciones que agita a Antonio Triana, el presidente del Consejo de Defensa de Los Palacios. Se la escuchó a Santiago Mayea, el vicedirector de Salud Ambiental y Epidemiología del municipio; un aspirante a Doctor en Ciencias en medio de aquel pueblo destrozado, y todo un teórico de los equilibrios mentales que se necesitan en situaciones límite.

Triana lo llevó al Consejo de Defensa para que explicara, ante tantos jefes que deben atender las secuelas, las sutilezas de tratar a los seres humanos, mucho más complejas que la larga empresa de restañar los daños materiales. En tanto los líderes formales e informales del territorio actúen con prontitud, los pobladores, entre el shock y la depresión, pueden levantar su autoestima y con ello alzar tanto que ha caído.

Triana entra y sale de su despacho, recorre, chequea porque vista hace fe. Y vuelve hecho una ráfaga. Detrás de una puerta, orea una camisa con todos los olores de la tragedia. Las llamadas interrumpen la conversación... «Chachooo... que nadie se acerque al río... Mira que a la gente le gusta pescar con las aguas revueltas...»; «Oye, hace falta el clorado del agua, y fumigar...»; «Oye, hay que hacer ya un programa cooperativa a cooperativa, cultivos de ciclo corto; lo más importante es sembrar comida...».

Sobre este pinareño clásico, gravitan las tensiones del municipio: 10 653 viviendas afectadas; de ellas 6 108 en derrumbe total. El arroz nuestro de cada día, el cultivo emblemático de Los Palacios, barrido por la quemazón de los meteoros... el servicio eléctrico que tiene que recuperarse... comenzar a desmovilizar a los evacuados. Empezar a levantarse cada quien desde sus pedacitos, creando sus «facilidades temporales» con lo que quedó, mientras se espera la madera y los techos.

«Ahora hay que volverle a calentar el cuerpo a la gente, advierte Triana a alguien del otro lado de la línea. Están como pesca’o en nevera. Hay que darles información. Ahora es el momento de unir a todos, porque el que no se una se va a enredar».

—¿Y su familia?

—A los viejos se les fue el techo, y están con mis hermanos...

—¿Y usted?

—Hace mucho tiempo que estoy albergado aquí, porque algo me susurraba en el oído que nos iban a partir por el medio...

Buscando la luz

Camino a La Palma, siguiéndole el rastro a Ike y Gustav en un paisaje signado por desplomes y levantamientos, el hilo conductor es el tendido eléctrico que reparan los linieros de Cienfuegos. Llevan 11 días en duelo con las tinieblas. Son hombres de cualquier sitio. Han rehabilitado 30 kilómetros de luz, pero esta no llegará hasta que entronquen con las redes de alta tensión. Los pobladores de Herradura se desesperan y deshacen en preguntas y preguntas; pero siempre aparecen el café, el agua y algún que otro bocado.

«Estamos aquí y damos, pero también recibimos. Al final del cuento, Cienfuegos también sufrió», recalca José Luis Gil, uno de los jefes del grupo.

La decisión de su vida

Buscando las tablas de la salvación. La Palma fue el último del relevo que recibió el batón de la desgracia. Por ese municipio salieron los dos iracundos. Mientras los pobladores retornan a lo suyo, abren los ojos y reacomodan sus cosas y sus ánimos, hay un hombre colgado aún a la gran decisión de su vida: «Sé que moriré y no habré hecho nada más grande», confiesa Julio César Rodríguez, presidente del Consejo de Defensa municipal.

Su episodio fue que en la hora cero del Ike, cuando río crecido y presa amenazaban con desbordarse. Peligraba la vida de 7 200 pobladores en la localidad de Manuel Sanguily. Era la fuerza del agua sin miramientos lo que venía, y él estaba allí solo con su decisión como máxima autoridad del territorio. Sin posibilidades ni tiempo de consultar hacia «arriba»: En una hora y cuarto, evacuó a tanta gente desesperada, hacia La Palma.

«Eran los rostros de aquellos tripulantes del Titanic que usted vio en la película, recuerda. Las mujeres salían con la estampa que tuvieran. En su desespero, las madres cargaban con sus hijos bajo el agua, y hasta olvidaban la última toma de leche. Había que controlar aquella avalancha humana, aquel pavor.

«En La Palma fue tremendo el reencuentro de familiares y amigos que habían subido a tropel en camiones distintos. Y también el de los de Sanguily con los de La Palma. Era como la celebración de un armisticio después de una larga guerra. Los camiones entraban y las puertas de las casas se abrían».

Como otros tantos hogares cubanos en medio de ambos ciclones, el de Benjamín Córdova y su señora abrigó a cuanto compatriota tocó a la puerta. Relata que todo fue espontáneo, y esa noche llegaron a tener bajo su techo a 80 evacuados de Sanguily: desde enfermos de cáncer en fase terminal hasta octogenarios. Lo cuenta como si fuera lo más común y lógico del mundo; así como colaron café y cocinaron para todos con la ayuda del vecindario, incluso de los propios refugiados.

La verdad entre la gente

Hay una mujer que le pisaba los talones, de aquí para allá, a Ike y Gustav. No más ellos sacaban sus colas siniestras, y ahí estaba Olga Lidia Tapia, de botas y verde olivo en zafarrancho. Todavía ella, la presidenta del Consejo de Defensa provincial de Pinar del Río, ni sus compañeros, se han quitado el traje, «para que a nadie se le olvide que estamos en guerra».

Olga Lidia ha hecho un alto en La Palma, viaje hacia Manuel Sanguily, el propio día en que los evacuados han ido regresando a sus hogares a descubrir quien sabe qué. Quiere estar con la gente y conversar, una vez más, porque de eso están necesitados todos.

«Siempre se dice que los pinareños estamos adiestrados para los ciclones; pero estos nos pusieron la varilla muy alto. Fue muy larga la madrugada con los vientos de Gustav, y muy prolongadas las aguas de Ike. La gente tiene un daño en lo sicológico y lo espiritual».

Del paso de esta pareja infernal, Olga Lidia recoge entre los destrozos muchas lecciones para el trabajo de quien dirige: Los mejores análisis y diagnósticos nacen al lado de la gente, compartiendo su sentir. Ni con datos estadísticos, reuniones y consignas se conoce y transforma la realidad.

Para la Presidenta del Consejo de Defensa provincial es vital que todos se conviertan en protagonistas de la recuperación, por encima de sus dolores. Y además, hablando con la gente, siempre con la verdad y sin demagogia, la gente entiende. Confiesa que va de una conmoción a otra, en su permanente itinerario por la geografía del sufrimiento. Y hablando con gente que tantas cosas ha perdido, no deja de preguntarse de qué estirpe está hecho el pinareño. El cubano.

Tan fuertes somos, a prueba de todas las escalas Safir Simpson de la devastación, que a partir de ahora, a estas alturas del estoicismo y la grandeza, avergüenza un cuento tonto de esos que se ensañan con los pinareños.

Oreando nuestro talismán

De regreso a La Habana, aún oscura en muchos barrios, descubrimos algunas claves de esa sinergia que asegura a los cubanos contra todas las tempestades del destino nacional.

En su casa templo de los Hijos de San Lázaro, sita en el barrio La Hata, en Guanabacoa, el nonagenario Enrique Hernández Armenteros, respetado y sabio babalawo, asegura: «Desde el 1ro. de enero, no me gustó la Letra del Año que saqué, porque advertía que el 2008 lo rigen los orishas Oyá Yanzán, el de los vientos y tormentas; y Babalú Ayé, el carretonero que va recogiendo las desgracias».

Los rezos de Enriquito llegan y se esparcen por toda la geografía de Pinar del Río y de Cuba. «Nunca pensé que las cosas fueran tan terribles. Estamos enfrentando esta desgracia con todo el corazón. No es castigo de los orishas; ellos buscan la manera de que las cosas salgan bien. A los que han perdido tanto, que tengan fe en la Revolución, que ella está buscando resolver los problemas a todos», sentencia.

En otro rincón del alma de la ciudad, el relevante historiador Eduardo Torres Cuevas, se sitúa en los caminos de Cuba y mira hacia atrás para buscar las constantes de nuestra salvación:

«Existe lo superficial, lo que suele verse, y lo profundo que aflora en momentos extraordinarios como este. Esa ética, esa cultura, no se aprende en los libros. Cuando uno estudia las guerras de independencia cubana se pregunta: ¿Y ese patriotismo en medio del campo, entre gente que no fueron a una escuela? Es que se inculca en el hogar, en el barrio, en el grupo de amigos, en la naturaleza, en lo que tú sientes que es tuyo y que tú le perteneces. Eso es lo que hace grande las reacciones de este pueblo.

«Yo pienso que somos una Isla colocada en los límites. Si estudias la historia universal, de América, verás tres momentos extraordinarios. Siglo XVIII: la toma de La Habana por los ingleses, la operación más grande hecha por la Gran Bretaña fuera de Europa. Siglo XIX: la Guerra Hispano-Cubano-Americana, donde los Estados Unidos dieron su carta de presentación como potencia a nivel mundial, porque por primera vez, fuera de Europa, surgía una potencia extracontinental. Siglo XX: la Crisis de Octubre, era una situación gravísima, y la gente no estaba amedrentada ni temerosa. Esperaba. Y no se sabía lo que iba a pasar».

—Según lo que usted ha estudiado de Historia, ¿cuál parecería ser el destino de esta Isla?

—El pronóstico no está en el campo del historiador. Lo que sí se puede constatar es lo que somos a partir de lo que fuimos. Lo que pase, no lo sabemos. Estos ciclones no eran predecibles tres meses atrás. Para mí son los más terribles de toda la historia de Cuba. Estamos obligados a pensar. Hay otros que pueden darse el gusto de que piensen por ellos. Nosotros no. O pensamos nosotros, o nadie nos va a resolver el problema. Lo único predecible, como decía Gramsci, es la lucha. Y los cubanos sabemos luchar. Ahí está nuestro secreto.

Lecciones después de las ráfagas

Con los destrozos también quedaron esparcidas sobre nuestro suelo varias lecciones de cuántas reservas tenemos. Esa entereza para arrostrarlo todo con eficacia y ágiles estilos, para correr la suerte entre todos, debíamos ventilarla en el día a día, y proponernos que la vida sea siempre una situación límite. Que nos haga crecer... Eso pensamos mientras aún baten al aire las prendas invulnerables de este pueblo, allí en el punto perdido y encontrado de la comunidad Sierra Maestra... En cualquier rincón de este misterioso país.

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