Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Dedeté de verano: Matar la jugada

Adalberto llevaba varios meses reuniendo centavos, hasta que logró juntar 20 dólares. Con esa suma podía pasar un buen día con una jevita

Autor:

JAPE

—¿Por qué te limpias con la sábana? ¡Se ve bien que tú no eres quien lava!

Fue lo último que escuchó con claridad mientras regresaba la cobija al lecho, luego de retirar de su cuerpo los residuos de su reciente eyaculación precoz.

Dedicó una mirada cargada de una fuerte mezcla de odio e impotencia al rostro de la mujer que yacía en el lecho como una foca frustrada.

Acababa de hacer (o más bien deshacer) el amor con su esposa. Un coito que no superó la expectativa y el entusiasmo de la última asamblea de producción de su empresa. No solo esta vez. Hacía mucho tiempo ocurría lo mismo en la cama nupcial, y en las reuniones. Pero hoy sería la última. Ya lo había pensado y planeado todo. Hoy declararía su clandestino amor a Daisy, y no regresaría a casa.

Terminó de vestirse y salió de la habitación. En un segundo o tercer plano se escuchaba aún la voz de su cónyuge: ¡Ahí te la voy a dejar para que la laves, que yo no soy esclava de nadie!

Adalberto llevaba varios meses reuniendo centavos, hasta que logró juntar 20 dólares. Había hecho dejación de los sapitos de chocolate que eran su delicia, y que a menudo compraba. Con esa suma podía pasar un buen día con una jevita. La invitaba a cenar a algún lugar elegante y después la llevaba a la casa de un socio que por un «pescao» en fulas (diez dólares) le alquilaba un cuartico con aire acondicionado, para «matar la jugada». Eso haría hoy: «matar la jugada» con Daisy.

Todo no podía ser cama y mesa, aunque no fuera exactamente en ese orden. Por eso compró un ramo de flores un poco mustias y un paquetico de galleticas con crema. No de las muy caras, porque había que ahorrar. También compró una caja con un par de condones.

Daisy ya estaba allí, sentada en el buró contiguo al suyo. Lo saludó con la sonrisa más dulce que había esbozado jamás. La encontró radiante. Ella no estaba ajena a los sentimientos de Adalberto. En algunas ocasiones habían conversado, intercambiado algún que otro criterio y algún que otro poema. Le entregó las flores que ella recibió con un sobreactuado: ¡Ay, son para mí! También le ofreció las galleticas. Ella en pago le dio un beso donde termina la boca y comienza la mejilla.

Adalberto se sentó a contemplarla. Le dolía ver cómo engullía las galletas. Me hubiera podido comprar un sapito de chocolate, pensó. Pero, no, no… así está bien —se contestó—. En las grandes empresas siempre hay que invertir algo.

El resto del día transcurrió en un constante intercambio de miradas lascivas. Daisy había ido ligera de ropas, como si imaginara algo. Adalberto maquinaba: «Hoy o nunca. Debo romper con todos los tabúes», se decía mientras miraba los hermosos muslos de su colega. Casi muere cuando Daisy se asomó a la ventana. Aquella grupa le removió sus más lejanos sentimientos zoofílicos. Sintió una leve erección que aceleró su pensamiento.

¡Qué importa la diferencia de edad! ¡Qué importa lo que digan! —se decía—. Si ella está dispuesta a soñar en mi regazo… ¡A quién le puede interesar que sea 15 años… mayor que yo!

El zorreo entre ambos hacía más erótica la atmósfera. Adalberto miraba el reloj y pensaba que lo mejor era esperar a que se acercara la hora en que finaliza la jornada laboral. Después, a vivir la vida. Una vida nueva.

En un momento que parecía clave, ella tomó la iniciativa. Se le acercó, le apretó una mano entre las suyas, y con la misma cara que ponía para justificarse cuando llegaba tarde a la reunión del núcleo, le imploró:

—¡Adalberto, tienes que ayudarme, tú eres mi única salvación! Esta noche voy a salir con el custodio de la empresa. Iremos a cenar y después una amiga me alquilará su cuarto, que tiene aire acondicionado… ¡Préstame 20 dólares!

Adalberto le dio el dinero. Daisy salía cuando la llamó en un intento de reclamo. Ella miró. Él sacó de un bolsillo el paquete de preservativos y se los extendió: Toma, los vas a necesitar.

Tras ella, Adalberto cerró la puerta de la oficina y sentado en el asiento de la fémina, donde aún flotaba en el aire su perfume, acudió a sus más legibles recuerdos y autosatisfizo sus más oscuros deseos. Luego de un profundo suspiro, miró a su alrededor en busca de algo higiénico. Al no encontrar nada a propósito sacó su pañuelo.

Una idea acudió a su memoria cual aguijonazo. Apresuró la acción de aseo. Recogió sus pertenencias y casi corriendo se retiró de la oficina. Había recordado que en la casa tenía pendiente unas sábanas que debía lavar.

Comparte esta noticia

Enviar por E-mail

  • Los comentarios deben basarse en el respeto a los criterios.
  • No se admitirán ofensas, frases vulgares, ni palabras obscenas.
  • Nos reservamos el derecho de no publicar los que incumplan con las normas de este sitio.