Grandes rocas, piedras de todos los tamaños, son la huella en el litoral de Guamá de las grandes marejadas que trajo Melissa. Autor: Odalis Riquenes Cutiño Publicado: 12/11/2025 | 08:38 pm
EL FRANCÉS, Guamá, Santiago de Cuba.— Busca, repasa con la mirada los escombros, como si cada recuerdo deshecho en sus pupilas alcanzara para devolverle la memoria rota de los últimos 44 años de su vida, apedreada en una noche de furia del mar.
Una chancleta, tirada sobre un trozo de concreto cortado como pastel al descuido, el pedestal del lavamanos partido, el cabezal de una cama arrastrado desde el cuarto hasta el patio, dibujos y libros de cuentos de la nieta revolcados entre piedras, amasijos de ramas y pedazos de las paredes.
Aprisionada entre grandes bloques de concreto, cercenada a la mitad, quedó la confortable cocina de gas, atada a la manguera que, cual cordón umbilical sin cortar, yace bajo grandes rocas, una de las cuales trituró la meseta.
Los azules muros a un costado de la playa El Francés, la cerca perimetral, lucen como un montón de escombros esparcidos en completo desorden; y el pequeño ranchón, escenario de tantas historias de las vacaciones en familia, es hoy tan solo una marca en la memoria avispada de Vanessa, la nieta.
La niña, locuaz y dispuesta, hurga entre los escombros. «Mira, un cubo que sirve; encontré medicinas en el cuarto de mi abuela...». Viene y va como si en cada correteo pudiera recuperar los retazos de su infancia.

Ante los destrozos de su casa, Manuel de Jesús Sarandeses (Manolo) recoge los objetos recuperables. Foto: Odalis Riquenes Cutiño
Hay humedad, en cambio, en los ojos experimentados del abuelo. Ante los restos inertes de su comodidad, levantada con el esfuerzo de toda su vida como veterinario, a sus 74 años, Manuel de Jesús Sarandeses Pérez, Manolo, ha llorado sin consuelo.
Xiomara del Toro, la esposa, se mira a los pies y solloza bajito. «Se me fueron todos los zapatos; los amarré en un naylon y los puse en alto, y fue por ahí mismo por donde el mar partió la mampostería. Esto ha sido lo nunca visto», relata desde el pesar.
El enojo del mar
Fueron las piedras lanzadas por el mar las que derribaron las paredes, su mundo, asegura Manolo; y pusieron patas arriba la tranquilidad de los residentes detrás del otrora Centro de Langostinos, en la playa El Francés, aquella madrugada del 29 de octubre pasado en que penetró por sus predios el devastador huracán Melissa.
«Mire, mire bien, donde no hay piedras están las paredes paradas y el techo no se lo pudo llevar porque yo lo aseguré bien con tornillos, enfatiza con dolor. Esta casa era una belleza, un lugar acogedor, y había sobrevivido a todos los ciclones, Flora, Sandy, todos», se lamenta.
Densy Durán, uno de los vecinos del Langostino, que se quedó a custodiar los bienes de todos recogidos en las confortables instalaciones abandonadas del otrora centro de la pesca, insiste en que fue una gran ola.

Ante los destrozos de su casa, Manuel de Jesús Sarandeses (Manolo) recoge los objetos recuperables. Foto: Odalis Riquenes Cutiño
«Eran como las dos de la mañana, antes del recalmón que nos dijeron que era el paso del ojo del huracán; el mar entró hasta donde nunca antes había llegado; tuvimos que correr, pues en la habitación donde estábamos subió hasta aquí (señala un muro de más de un metro). Ahí fue donde derribó la casa de Manolo, se llevó entera la mía, donde vivía con mi hijo de 14 años, y mojó todo lo que teníamos guardado aquí; hasta algunos animales se ahogaron», comenta.
La confianza de Manolo
Con tanto destrozo a la vista, Manolo se lamenta de haber tomado el mar a la ligera. «Aquí lo que acabó fue el mar», reitera. Yo sabía que el techo no se iba porque lo aseguré muy bien, partió algunas tejas, pero no las pudo levantar y esta casa había sobrevivido a todo. Cuando el Denny no hizo nada; en el Sandy solo se llevó las matas.
«Es verdad que avisaron con tiempo, que María del Carmen, la presidenta del Consejo, vino varias veces. Hasta la tarde anterior estuvo en mi casa, insistiendo. Sabíamos que debíamos salir de allí. Xiomara y yo vinimos desde por la tarde para la casa de mi hijo Juan Manuel, al otro lado de la carretera, pero, como de costumbre, dejamos todos nuestros bienes allá. Yo mismo recogí los animales, envolvimos todo, pero lo dejamos allá, como muchos otros habitantes del litoral. Por eso, somos tantos a los que el mar nos dejó sin nada.

Ante los destrozos de su casa, Manuel de Jesús Sarandeses (Manolo) recoge los objetos recuperables. Foto: Odalis Riquenes Cutiño
Acomodado temporalmente junto a su esposa en casa de la madre de su hijo que hoy está de viaje, Manolo se duele por las condiciones de su vivienda que no recuperará. «Aquella casa era lo más cómodo del mundo, dice con tristeza, y su voz otra vez se quiebra. Empezar de cero a los 74 años es muy duro, pero estamos vivos; tenemos familia y amistades que nos están ayudando, también el apoyo del Gobierno que sabemos que no nos abandonará.
«Vivir cerca del mar es muy lindo, pero puede ponerse muy feo. Y aunque muchas veces se ponga feo y no pase nada, un día, como este, te demuestra que es poderoso y no cree en nadie».
Las huellas del poder del mar, han transformado el rostro del litoral guamense, el imaginario de su gente. Allí donde hasta hace muy poco la alargada carretera era el remedo verde-azul de la belleza, hoy solo hay mangles, uvas caletas, tamarindos arrancados de raíz, piedras enormes y rastros de arena que dan cuenta de la furia de las olas, que por primera vez entraron kilómetros de tierra adentro arrastrándolo todo; techos roídos, agujereados, estructuras desnudas y rostros mustios que repiten. «Por aquí acabó…» y, como Manolo y Xiomara, aseveran que en lo adelante será difícil confiarse del mar.

Ante los destrozos de su casa, Manuel de Jesús Sarandeses (Manolo) recoge los objetos recuperables. Foto: Odalis Riquenes Cutiño
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