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Volvió a la Televisión cubana la obra de teatro Madre Coraje y sus hijos

El clásico de Bertolt Brecht contó con una admirable dirección y una excelente interpretación de la gran actriz Daisy Granados, en el papel protagónico

Autor:

Rufo Caballero

El desempeño de la Granados es un hecho memorable en la cultura histriónica cubana de comienzos de siglo.

Constituye un verdadero ejemplo para los más jóvenes realizadores el modo como Enrique Álvarez (Sed, La ola, Miradas) ha incrementado la calidad literaria y dramática de sus piezas audiovisuales, sobre la base de reverenciar el legado de los clásicos que mucho aportan al aliento de su ya estimable criterio de dirección, marcado por el intimismo y el vigor de las emociones. Alfonso Sastre, Ítalo Calvino y Bertolt Brecht, nada menos, han sido los resortes que dispararon la creatividad de Enrique en los últimos años; narradores y dramaturgos difíciles todos, que evidencian la voluntad y la capacidad de riesgo del director cubano.

En este 2006, casi 70 años después de la escritura original, Enrique Álvarez hizo que Brecht vibrara de nuevo entre nosotros. Cuando en 1938 el dramaturgo alemán escribe Madre Coraje y sus hijos sitúa a la Coraje, una mujer a caballo entre la necedad y la bravura, la ceguera y la habilidad de supervivencia, en el vórtice de la guerra de religión que azotó a la Europa del siglo XVII. Tratando de rescatar a sus hijos de las hostilidades, la soberbia mujer los conduce en realidad a la ruina y a la muerte. De alguna forma, Madre Coraje es la guerra misma que tiene lugar entre 1624 y 1636: su irracionalidad, su condición usurera y rapaz, su angustia por sobrevivir, son un retrato punzante de la propia guerra.

La versión que transmitió la Televisión cubana en días pasados actuaba sobre el texto original de una manera inteligente: Enrique nos traía a un Brecht tan radical como legible. Tratándose de televisión, la adaptación y la puesta en escena decidieron reservar el carácter abstracto y distanciado del «Brecht duro» básicamente para el uso del espacio y los códigos audiovisuales que implicaban la mirada de Álvarez, mientras la personificación de los roles se cuidaba de no alejar en demasía al espectador medio. De entrada, se convierte al personaje del Escribiente en un narrador que confiere unidad y organicidad al discurso temporalmente fragmentado. Se redujeron al mínimo las canciones que significaban la mayor puntuación de distanciamiento. El sentido naturalista del maquillaje favorecía la imagen de seres de carne y hueso que de otro modo se hubieran extraviado en la asoladora abstracción del decorado.

Porque donde Enrique Álvarez rinde todo el homenaje a su maestro, es en la dinámica entre la caracterización del espacio, el vestuario y el sonido. Estos tres elementos de la puesta permiten actualizar la obra, traerla del XVII a nuestros días. A fin de cuentas, guerras de religiones, y no solo de religiones, no han faltado en los años más recientes. La puesta en escena de Álvarez, que no disimula sino subraya las teatrales entradas y salidas de los personajes, revisa cuando menos cuatro siglos de belicosidad absurda: las cercas de púas, como el dudoso fraseo de las voces tomadas de archivo, recuerdan un campo de concentración; los uniformes, que en realidad proceden de un siglo posterior al argumento, nos hablan de la violencia que viene frecuentando al hombre durante decenios de ingratitud y estulticia. Lo mejor que tiene este trabajo de Enrique es que no se abandona a «los rigores» de la arqueología; que sabe leer el pasado desde el hoy.

Solo dos detalles quisiera objetar a esta Madre Coraje. Aunque la fotografía se muestra creativa, y piénsese en el último plano, extraordinario por la iluminación y el emplazamiento de la cámara, en cuanto a esta hay algo que observar. El director se halla impregnado de la forma como Lars von Trier emplea el espacio y, más que eso, sigue con la cámara y la edición las emociones de sus personajes. Tal vez alentado por tamaña obsesión, la cámara permanece cerrada sobre los actores y se disfruta poco la espléndida concepción de los sets. Por otra parte, vistas las licencias de distanciamiento brechtianas, Enrique se da la libertad de las mareas y en ocasiones llega a atentar contra la vocación de legibilidad. Por ejemplo, el personaje del Escribiente posee dos voces: la del propio Enrique Álvarez, que lo asume corporalmente, y también la de Carlos Díaz, cuando narra. La idea de que un mismo personaje sea incorporado por dos y hasta más actores puede ser parte natural de la estética de Brecht, pero ello es distinto a que el personaje se bifurque vocalmente, pues confunde al espectador, que ya está sometido a suficientes abstracciones. Creo que el hecho de que Brecht distancie no quiere decir que confunda.

Ahora, ya lo decía, son detalles. Minucias en el entorno de una obra mayor en la historia reciente del audiovisual cubano, obra que demuestra cómo hacer televisión no implica simplificar o vulgarizar sino, a lo más, comprender las reglas de otra dinámica cultural, obra donde brilla la intensidad de Jorge Ferdecaz como el Alférez; donde resulta sutil y reveladora la gestualidad atemporal de Mario Guerra en el Cocinero; donde convence el lenguaje corporal de los más jóvenes; pero de la cual se recordará, durante mucho tiempo, la Madre de Daisy Granados.

La vehemencia, la estirpe, el coraje interpretativo con que la gran actriz clama por Catalina, por Eilif, por Requesón; la imperturbable coherencia que le impide salir un segundo de la recia caracterización, vuelven su trabajo un hecho memorable en la cultura histriónica cubana de comienzos de siglo. Por mucho tiempo persistirá la imagen de la Granados asociada a la carreta vibrante de Bertolt Brecht, esa que, como todo arte grande, ha resistido las guerras y los demonios de todo tipo, para hacerse sobre nosotros por el camino de la lucidez y el aprendizaje.

Estamos en deuda con Enrique y con Daisy. Gracias a ellos, la fuerza transgresora de Brecht ha vuelto a oxigenar la escena cubana. Y que, para colmo de rupturas, haya ocurrido en la televisión reporta la última subversión que hubiera llenado de alegría al maldito indomable de Bertolt Brecht.

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