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Philip Seymour Hoffman, un actor de otro mundo

El desempeño del reconocido actor francés en Antes que el diablo sepa que has muerto salva heroicamente la falta de inspiración de la puesta en escena de este filme de Sidney Lumet

Autor:

Rufo Caballero

  Seymour Hoffman (izquierda) ofrece una clase magistral de actuación, no así el sobreactuado Ethan Hawke (derecha). Si el lector tenía alguna duda acerca de cómo un actor puede sostener sobre sus hombros toda una película, sobre la base exclusiva de su talento, ni siquiera con el excedente del glamour o el sex appeal, y vio Antes que el diablo sepa que has muerto, seguramente salió de dudas para siempre. En el filme de Sidney Lumet que programó la cartelera habanera y pasó la televisión, Philip Seymour Hoffman demuestra, otra vez, que no es un actor de este mundo.

Es tan bueno que parece inventado. Parece clonado de un gen llamado talento. En esta película, de título muy kitsch, por cierto (eso de Antes que el diablo sepa que has muerto es muy burdo, eh), Seymour Hoffman tiene dos escenas que clasifican entre los mejores momentos histriónicos vistos en cine jamás. Hay un instante en que el personaje de Hoffman —tratándose de Lumet, por supuesto, un perdedor, un perdedor que persevera pero que vamos, pierde— le comenta a su mujer (interpretada por una Marisa Tomei frívola y externa como el primer día): «He conocido el cielo y quiero quedarme en él». Si le aplicamos el deseo al actor, sabemos que con Capote conoció el cielo, y Antes que el diablo... pudiera ser el pasaporte definitivo para permanecer en él.

Estas son las dos escenas. Hoffman va con su mujer en el carro, luego de haber tenido un terrible intercambio de rencores con su padre (asumido por el veterano Albert Finney), tenso diálogo rodado por Lumet de una forma tópica, o sea, con el campo-contracampo para la reyerta de posturas, y, de pronto, al personaje de Hoffman le da un ataque de histeria, de nervios, y se echa a llorar como un niño. La mujer le dice que detenga el auto, porque aquello no lo contiene nadie. Hoffman lo tiene todo en contra en la escena: ya he dicho que lleva al lado a Marisa Tomei, con lo cual no se concentraría ni el mismísimo Marlon Brando redivivo; también: está atado por el cinturón de seguridad del auto, lo que encadena la gestualidad del intérprete. Aun así, a Hoffman le da un ataque de llanto de tal magnitud, de tal profundidad, de tal nivel de convencimiento, de tanta interiorización dramática, que es el espectador quien se tiene que aferrar a su cinturón.

Pero si en esa escena el actor desborda una catarsis orgánica e insondable, tiene otra donde demuestra exactamente lo contrario. La misma esposa tonta le confiesa, también de súbito, que se ve con un amante, y que ese amante es el propio hermano de Hoffman. ¿Qué hace el actor; cómo resuelve en este caso el derrumbe emocional que semejante confesión supone? Nada. ¡Nada! Ni este gesto, ni este sobresalto. Con toda la mesura del mundo, con toda la inteligencia del mundo, Hoffman expresa de manera minimalista el sentimiento de desconcierto y zozobra que implica el derrumbe, como un suceso interior, como una herida remota adentro, que no necesita muletas en el afuera de la actuación. Esto es actuar, señores, en todos los registros, en todas las circunstancias, con limpieza, con hondura, sin trucos, con honestidad actoral. ¡Qué clase de monstruo es este Seymour Hoffman!

Claro, tiene a su favor un grupo de actuaciones fallidas a su alrededor, que hacen destacar todavía más la excepcionalidad de la suya. Es el caso, por ejemplo, de Ethan Hawke, sobreactuado, externo, pueril a la hora de expresar la ansiedad y el desasosiego de un joven manipulado por su hermano monstruoso. La película pulsa un tema muy del gusto del cine estadounidense: el deterioro de la familia como metáfora de una crisis social imparable. La máxima que parece sostener: Quien a hierro mata, a hierro muere. El monstruo de Hoffman (a estas alturas, sabe el lector que me refiero lo mismo a lo negativo del personaje que a la excelencia de la interpretación), inescrupuloso, es capaz de violar y burlar las propiedades de su misma familia, con tal de salir adelante (le gusta el cielo, les dije), y todo se comienza a voltear contra él, hasta que será objeto de la venganza paterna que, en ese mundo de bajezas, se supone merecida.

La ausencia de escrúpulos en las relaciones interpersonales, los golpes bajos entre los hombres en pugna —recuérdese aquellos 12, de su ópera prima— ha sido, de siempre, un tema cómodo para Sidney Lumet. Aquí lo sortea bastante bien, entre otras constantes de su cine (la propia cinefilia, por ejemplo: todo el tiempo los personajes se refieren a situaciones análogas en películas de culto o de pacotilla, da igual), si no fuera por las torpezas que comete el director en relación con la narración, rubro que antes, todo sea dicho, no le fallaba demasiado.

Da la impresión de que Lumet quiere participar de la moda de la deconstrucción del relato: el pa’lante y pa’tras continuamente, el virar el relato al revés. Lumet, que había sido bastante aristotélico y tranquilo en cuanto a eso, quiere ahora participar de hallazgos expositivos que van de Robert Altman a González Iñárritu y Arriaga, pasando, desde luego, por el Tarantino de Reservoir Dogs y Pulp Fiction. Pero no le sale, no se le da. Le queda mal. Resulta medio patético el intento de Lumet en lo tocante a «modernizar» su modo de exponer el relato. Por ejemplo, cada vez que se detiene en un personaje, para a partir de él mover la narración hacia delante o hacia atrás, se le ocurre, como a un aficionado, la idea de un montaje de flashazos que, francamente, da pena. Pero además, repite situaciones con torpeza, como quien, en efecto, no está acostumbrado a pensar el relato fílmico en el lugar de un mosaico, de una composición abierta y flexible. La narración quiere ser «progre», pero fracasa como su mismo protagonista.

Por otro lado, desde el punto de vista conceptual, Lumet no se libra de esas contradicciones ideológicas que frecuentaron y siguen frecuentando a su generación: por una parte, la ironía y el sarcasmo con un mundo amoral, de deterioro, que pareciera una radiografía mordaz de la sociedad norteamericana de, cuando menos, medio siglo. Pero, de otro, la reiteración de peligrosos estereotipos que reproducen, a nivel subconsciente (espero), la misma mentalidad excluyente que se trata de desmontar. En esta historia, el gay y el latino son asociados, de nuevo, a la drogadicción, la violencia lateral más límite, la prostitución; la lacra social, en definitiva. ¿Pero qué necesidad, maestro Lumet?

A todo lo anterior se agrega la falta de inspiración de la puesta en escena, salvada heroicamente por la sobrenatural interpretación de Hoffman. La fotografía es enteramente televisiva; Lumet no olvida, para nada, sus buenos años en la televisión. Pero el cine, querido; el cine es otra cosa, demanda otro tipo de visualidad, gústenos o no. La dirección de arte apenas se esmera en la caracterización de la casa de Hoffman y Tomei, con un mundo de objetos, de «adornos» que intentan traducir el estatus ascendente y peligroso del personaje del primero. Eso está bien, muy bien, pero es mínimo.

A propósito de los objetos en la casa de Hoffman, con uno de ellos la película se permite la única situación inspirada que, en términos de «ideas escénicas», entraña algún vuelo en la exposición de los sucesos. Cuando todo parece derrumbarse de un modo irreversible; bueno, parece no: cuando todo se derrumba inexorablemente, Hoffman se dirige a la mesa central de su sala o recibidor, y toma en las manos una fuente de cristal que contiene decenas de bolas en diferentes materiales. Hoffman deja caer, apacible, tenaz y sufridamente, todas esas bolas, hasta la última; las hace correr, las deja correr. Una idea escénica maravillosa, que dibuja en el aire justo lo que acontece con la vida del personaje. Y es el único momento en que al director se le ocurre auxiliar al actor en cuanto a la expresión del desplome.

Una golondrina, sin embargo, no ahuyenta al diablo. El thriller de Lumet en general es correcto, si bien carece del sello de autoría que un día distinguiera el arte narrativo del maestro. Ese sello se intenta preservar aquí con una impostada voluntad de actualizar los códigos de la exposición, y suena falso, ajeno, impropio. Una verdadera lástima.

Lección que arroja Antes que el diablo sepa que has muerto (uy, ¡no me recupero del título!): a menudo, las mejores soluciones creativas están en eso mismo que uno ha sido, y no en las modas que dictan los demás, a sus maneras.

¿Lo sabrá Lumet antes de que sepamos un día que murió como autor?

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