Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Luciano en persona

El gobierno norteamericano presionaba, pero el presidente Ramón Grau San Martín no cedía. Tendría al fin que hacerlo cuando Washington dispuso la suspensión de los embarques de drogas de uso medicinal hacia Cuba, con lo que se privaría a la Isla de importantes medicamentos. Entonces Charlie Lucky Luciano, el zar del hampa, detenido con toda consideración y cortesía por la Policía Secreta en un lujoso restaurante de La Habana, fue internado en la Estación Cuarentenaria de Tiscornia y se le formó expediente de expulsión.

Culminaba así el proceso iniciado desde que autoridades estadounidenses detectaron la presencia del capo de todos los capos en la capital cubana. Aunque no es improbable que funcionarios de la Oficina de Narcóticos del Departamento del Tesoro de Estados Unidos hubiesen seguido sus pasos desde Italia, Luciano cometió en La Habana descuidos inadmisibles en un hombre de su posición. Entusiasmado con una joven norteamericana a la que conoció aquí de manera casual y que se volatilizaría luego como el humo, se exhibió con ella en lugares públicos y fue fotografiado. Una madrugada, a la salida de un casino de juego, un hombre le cortó el paso. Era Harry Wallace, columnista del periódico Havana Post, que se editaba en inglés.

—Me pareció que era usted una persona conocida y no me he equivocado. Lo hacía en Italia, en su pueblo natal, y vaya sorpresa de encontrarlo en uno de los sitios más afamados de La Habana —le dijo, no sin asegurarle que sería discreto.

—No. Yo no soy esa persona que usted busca —respondió Luciano secamente y siguió su camino. Pero su suerte estaba sellada.

AMIGOS Y ENEMIGOS

En realidad, se sentía seguro en Cuba, donde contaba con amigos y había gente muy poderosa interesada en que permaneciera en el país. El senador Paco Prío, hermano del Primer Ministro, estaba entre sus íntimos, como también lo estaban Pablo Suárez Aróstegui, esposo de una de las sobrinas del Presidente, e Indalecio Pertierra, dueño del hipódromo y del cabaret Montmartre, que le buscó a sus guardaespaldas cubanos. Había hecho significativas inversiones, se mezclaba en la política cubana y legisladores, jueces y oficiales de Policía acudían a sus fiestas y eran congratulados con regalos costosos...

Pero Luciano tenía también enemigos muy fuertes. Y la prensa cubana pareció descubrir de golpe quién era aquel rico, amable y generoso señor que se presentaba como Salvatore Lucania, su nombre verdadero, y que había entrado en Cuba con pasaporte legal y con una visa expedida por el consulado cubano en Roma. A esas alturas, la Oficina de Narcóticos norteamericana sabía todo lo que deseaba sobre los vínculos de Luciano en la Isla y recomendó al gobierno de Grau que lo devolviese a Italia.

Grau se hizo el sueco. Respondió a Washington, pero le dio el esquinazo. No veía razones para expulsar a un hombre que tenía sus papeles en regla y llevaba, decía la Policía, una vida apacible en La Habana. Antes de salir de Italia, Luciano dejó allí una extensa organización para introducir narcóticos en Cuba y trasladarlos luego a Estados Unidos, adujo el gobierno norteamericano y el ministro cubano de Salud ripostó que dudaba que Luciano estuviese detrás de un supuesto aumento en el tráfico de drogas. Grau pareció rematar el asunto al declarar: No hay argumento legal que obligue al señor Lucania a salir del país si sigue comportándose de una manera tan digna.

EL EMBARGO

Estados Unidos no cejaba en su empeño. La Oficina de Narcóticos requirió la colaboración del presidente Truman y los departamentos de Estado y del Tesoro presionaron en conjunto sobre La Habana. Si no expulsaba a Charlie Lucky Luciano, Washington cortaría todo embarque legítimo de narcóticos y la Isla quedaría sometida a un embargo de medicamentos.

Mientras el premier Carlos Prío maniobraba en secreto para que el gobierno saliera lo mejor parado posible ante la injerencia extraña, políticos de todos los partidos y tendencias, reunidos en la casa de Neno Pertierra, buscaban una solución airosa al problema. Desde su exilio dorado de Daytona Beach, el ex presidente Batista dejaba saber su opinión. Recomendaba que Luciano se trasladara a Venezuela donde su antiguo ayudante, el comandante Jaime Mariné, regenteaba el hotel más importante de Caracas, propiedad de Batista y del mismo Mariné. Allí sería bien acogido. De esa manera, precisaba el General, se era flexible con la exigencia de Washington y Luciano mantenía su objetivo de permanecer cerca de Estados Unidos. La otra sugerencia del mayoral de Kuquine era audaz, pero totalmente absurda e irrealizable. Si Estados Unidos suspende la venta de medicamentos a Cuba, decía Batista, Cuba suspende la venta de azúcar a Estados Unidos.

A través de Meyer Lansky, su lugarteniente, Luciano mantenía relaciones con Batista desde que en 1933, a cambio de una jugosa tajada, lo había autorizado a abrir y operar el casino del Hotel Nacional y otras salas de juego. Lo tenía por un hombre con los pies bien afincados en la tierra, pero aquella idea le pareció demasiado peregrina. Sabía que el gobierno de Grau no se compraría una bronca como esa ni tenía pantalones para ello. Se resignó entonces a que lo expulsaran de Cuba.

EL MAR Y LAS PALMERAS

Luciano había llegado a la Isla seis meses antes, a fines de septiembre de 1946. Procedente de Brasil, arribó por el aeropuerto de Camagüey, como era habitual en los viajes procedentes de Sudamérica. Fue muy breve su estancia en esa ciudad. Aceptó la comida que le ofreció Germán Álvarez Fuentes —el hombre de la Ipecacuana—, ministro cubano de Agricultura y propietario de la farmacia de la calle Avellaneda, vinculado, se dice, al negocio de la droga, y descansó en el Gran Hotel, presumiblemente en la habitación 407, el famoso cuarto veneciano de esa instalación hotelera.

Ya en La Habana, y alojado en el Hotel Nacional, se impresionó con el paisaje: las palmeras lo hicieron

creerse en Miami, en tanto que el azul del mar le recordó a Nápoles. «Pero estaba solo a 90 millas de Estados Unidos, y eso significaba que estaba de nuevo en América», dice Luciano en sus memorias.

Claro que Salvatore Lucania no había venido a La Habana a admirar el paisaje, por muy espectacular que le pareciera. Vino a algo más preciso y urgente: apuntalar su imperio, que se desmoronaba ante el empuje de Vito Genovese, ansioso de convertirse en el nuevo jefe de la mafia norteamericana. Luciano, salido de la cárcel, había sido repatriado a Italia. Su lejanía dejaba brecha abierta a los antojos de Genovese, en Nueva York, y en California, Buggy Siegel lo traicionaba abiertamente. Se imponía un llamado al orden, y los jefes de las familias principales de la mafia debían reunirse, llamados por Luciano, a fin de discutir sobre esferas de influencia, problemas territoriales, tráfico de drogas y la apertura del imperio de Las Vegas. Ese fue, dice el escritor Enrique Cirules, el temario de la reunión de cabecillas que tuvo lugar en La Habana.

Ninguna ciudad más apropiada para el cónclave que esta, punto intermedio en ese tiempo del tráfico de heroína hacia Estados Unidos. Se convocó en el Hotel Nacional para el 22 de diciembre de 1946 y se extendió hasta el día 26. Asistieron los jefes más connotados, mientras que Al Capone, ya muy enfermo, enviaba sus saludos y respetos. Las sesiones se celebraron en la sala Taganana y nadie fuera de los citados pudo hospedarse ni usar de los servicios de la instalación hotelera en esos días. La prensa no publicó una sola línea sobre el tema.

APARECE SINATRA

«Si alguien hubiese preguntado, había una razón aparente para semejante reunión —expresa Luciano en sus memorias—. Se celebraba para honrar a un chico italiano de New Jersey llamado Frank Sinatra, quien había volado a La Habana para conocer a su amigo Charlie Luciano, y durante la semana se daría una gala en su honor».

La reunión concluyó. Los participantes se fueron con el mismo sigilo con que llegaron, pero Luciano permaneció en La Habana. En su casa de la calle 30, en Miramar, se sentía intocable, ajeno a la vigilancia que funcionarios de la Oficina de Narcóticos mantenían sobre él. Ajeno también a los trajines de su lugarteniente, Meyer Lansky, el financiero de la mafia, empeñado en secreto en sacarlo de Cuba.

Llegó así el 23 de febrero de 1947. Mientras almorzaba, un agente de la Secreta pidió de favor a Luciano que lo acompañara. El capo de todos los capos no perdió la compostura. Se despidió afectuosamente de sus guardaespaldas cubanos y caminó hasta el automóvil con chapa oficial que lo esperaba. No había acusación contra él. Solo aquella orden de repatriarlo a Italia que Washington obligó al gobierno de Grau a ejecutar. En el campamento de Tiscornia, donde eran retenidos, hasta que se aclarara su situación, extranjeros llegados sin la documentación requerida y aquellos que esperaban ser sacados del país, expresó a Lansky la preocupación por sus hombres que quedaban en la Isla. Pero ninguno fue molestado, se reanudó el flujo de medicamentos desde Estados Unidos, y el tráfico de drogas, ahora bajo el control de Lansky, siguió su curso indetenible.

Se presentó un recurso de habeas corpus en favor de Luciano, pero fue denegado por el Ministro de Gobernación. Presentarlo ante un tribunal era poner en la picota a sus cómplices cubanos. El senador Eduardo Chibás denunció por sus nombres a los principales asociados cubanos del jefe mafioso, y la denuncia provocó un sonado incidente en el Senado cuando, durante el receso de una sesión, Paco Prío lo agredió físicamente al tiempo que gritaba: «Esto te lo manda Lucky Luciano». Agresión que en otro receso ripostó Chibás y fue el preámbulo de un duelo a espada entre los dos parlamentarios.

El 29 de marzo de 1947, Charlie Lucky Luciano embarcaba hacia Italia, en un camarote de lujo, en el barco turco Bakir. Paco Prío no resistió la tentación y acudió al puerto a despedirse de su amigo.

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