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De los 90 al 20

Después de que Fidel, años más tarde, enunciara su concepto de Revolución, casi se ha vuelto lugar común repetir alegremente uno de sus acápites fundamentales: «Revolución es cambiar todo lo que debe ser cambiado».Tanto quienes lo tomamos en su justa medida, como los que intentan manipularlo, hacemos uso de su valor semántico

Autor:

Ricardo Riverón Rojas

Volver la vista a los años 90 no debe entenderse como un ejercicio nostálgico sino, más bien, como la consulta a un catálogo para la acción en época de crisis. Al inicio mismo de aquel decenio, con nuestra sentencia de muerte dictada por los agoreros neoliberales, la Revolución Cubana debió reinventarse de manera que, sin abandonar su esencia justiciera, resistiéramos y lográramos recolocar el discurso revolucionario y emancipador en el complejo escenario geopolítico de triunfalismo derechista.

 Después de que Fidel, años más tarde, enunciara su concepto de Revolución, casi se ha vuelto lugar común repetir alegremente uno de sus acápites fundamentales: «Revolución es cambiar todo lo que debe ser cambiado». Tanto quienes lo tomamos en su justa medida, como los que intentan manipularlo, hacemos uso de su valor semántico, aunque en cada caso se asuma con antagónicas lecturas.

 Los manipuladores quieren resemantizar la frase para volverla contra sí misma (o mejor: contra su enunciador) y sugerir que entonces debemos cambiar de sistema, desmontar la Revolución. La respuesta es sencilla y está en ese «lo que debe ser» que, a todas luces, si leemos completa la proclama, sabemos que no implica una migración del socialismo hacia el capitalismo sino todo lo contrario. Esta última manera de entenderla es la de quienes seguimos sintiendo a la Revolución Cubana como el único proyecto humanista posible para superar las atrofias adjuntas a la polarización y sofisticación de las estrategias de sometimiento que, cada vez más burdamente, nos rondan.

 Una de las acepciones que el DRAE le da al sustantivo revolución es: «Cambio rápido y profundo en cualquier cosa». Pensemos entonces: ¿Cuántas cosas cambiaron en los 90 y cuántas han seguido cambiando? Mi opinión es que, obviando los relativamente estables decenios de los 70 y 80, tras la gran eclosión transformadora de la primera década posterior al triunfo, los mayores cambios en nuestro proceso ―aquellos que rozan lo estructural y mantienen intactas las esencias― se dieron en los 90.

 El devastador tsunami político del llamado período especial, asociado a la crisis de credibilidad y desarticulación del llamado «socialismo real» nos tomó por sorpresa. En la década que hace poco concluimos (pese a que los pronunciamientos centrales datan de 2008) identifico el otro momento en que estamos cambiando todo lo que debe ser cambiado, con la ventaja de que ya poseemos el «entrenamiento de altura» de aquella nunca lejana experiencia.

 Son, los de estos años, cambios más audaces, y se implementan al ritmo que aconseja el buen juicio y la validación en el terreno, pues se trata de evitar que con la transformación se nos escapen los jugos más nutrientes. Son, además, movimientos esperados si tomamos en cuenta que la herramienta «cambio» ha subido la intensidad de su protagonismo en nuestro complejo y creativo devenir.

 Si bien la década 2000-2010 estuvo beneficiada, casi toda ella, con el auge de la izquierda en nuestra América, la circunstancia de su repliegue traumático en medio de un proceso de relevo generacional en Cuba, unido a lo impostergable de una radicalización de los cambios, han trasfundido peso y contundencia a las reformas, aunque sea este último un término que no me gusta mucho porque sugiere cierta medianía. La agresividad del poder imperial, así como una constante inconformidad con los resultados que se aspira ofrecer a todos los habitantes del país operan como catalizadores que remueven la imposible, pero siempre cómoda quietud, e instan a la búsqueda de caminos inéditos.

 En cada caso, como corresponde a una práctica política coherente, estamos ante intervenciones profundas signadas por coyunturas (el bloqueo la mayor de todas), sin que pasemos por alto tampoco la circunstancia traumática ―no solo para la salud― de la pandemia de la COVID-19. Pero también asistimos a relecturas de nuestras propias insuficiencias, puestas en la picota pública por el mismo Estado revolucionario, que nunca desdeña los criterios de la ciudadanía.

 Un breve inventario de lo renovado en los 90 nos obliga a recordar que se les abrieron puertas al sector privado y la inversión extranjera, con nuevas y crecientes posibilidades como actores en la economía nacional; que también tuvo lugar el desplazamiento del protagonismo económico, de la industria azucarera hacia la turística, materializándose así uno de esos cambios arriesgados y, gradualmente, eficaces; que enfrentamos asimismo la nueva política monetaria, con la despenalización de la tenencia de divisas, con lo cual se palió, como se pudo, la desaparición del CAME y sus principios de equidad comercial; que desde entonces se intenta la reactivación del mercado agropecuario de oferta y demanda y el gran impulso a la agricultura urbana, entre otras de las cosas que debieron cambiar, y cambiaron, aunque aún sea insuficiente lo obtenido. Todas fueron medidas que, si bien evitaron el derrumbe total, no pudieron impedir los grandes sufrimientos asociados al tortuoso desabastecimiento de casi todo lo humanamente consumible.

 Los cambios del último decenio han llevado más lejos temas como el mayor peso del sector privado y la inversión extranjera en la economía, la autonomía de la empresa estatal y de los territorios, la radicalización de la política monetaria, la automatización de la sociedad en sus áreas de gestión y la vida social, nuevas políticas bancarias, reforma salarial, creación de Pymes, apertura migratoria… El terreno allanado por los ajustes de los 90 y la relativa estabilidad de la década precedente han impedido que lleguemos, pese a la mayor complejidad, a los bajísimos niveles de satisfacción de las necesidades que se padecieron en el período especial.

 En los 90 Fidel le asignó un altísimo papel a la cultura en los propósitos de superar la destructiva influencia que podría ejercer la miseria acechante. Esos mismos roles, a mi modo de ver, debían corresponderle en la actualidad. Los dos arietes traumáticos del bloqueo recrudecido y la pandemia han causado afectaciones y reconversiones: de lo presencial a lo virtual ha sido la alternativa, pero, aunque se dice con frecuencia que las últimas variantes «llegaron para quedarse» (muletilla del día), la pérdida de lo presencial, y de las manifestaciones que demandan el soporte material (digamos: el libro) sería muy dañina si se toma en cuenta que están concebidas para nutrir el espíritu desde la cercanía. Sería bueno que, en su momento, sepamos con exactitud cambiar lo que debe ser cambiado y preservar lo que debe ser preservado.

 Como conclusión propongo que hagamos una nueva lectura de las palabras de Fidel cuando nos convocó a entender la Revolución como un proceso de cambio incesante. De esa lectura, acogida a su espíritu primigenio, seguramente podremos extraer la nueva sentencia de que siempre que una revolución sea capaz de cambiarse a sí misma y desde sí misma, sin perderse en el camino, demostrará que sigue siendo dueña de su frescura fundacional y de la fuerza autorreflexiva que le permitirán resistir y crecer. (Tomado de La Jiribilla)

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