El Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes, fue el líder natural de aquel valiente hecho que desató la Revolución hacia la independencia. Autor: Abel Rojas Barallobre/Archivo Publicado: 09/10/2025 | 10:37 pm
MANZANILLO, Granma.— Muchas veces se han contado los sucesos del 10 de octubre de 1868 como actos solemnes, idílicos, casi previsibles. Pero la verdad es mucho más humana y fascinante, llena de contradicciones y urgencias.
En el centro de la tormenta figura, sin dudas, el bayamés Carlos Manuel de Céspedes, quien veía cómo el tiempo se le escapaba de las manos y cómo se posponía, por disímiles justificaciones, la hora crucial del alzamiento.
«Él no le robó nada a nadie», suele decir el máster Ludín Fonseca, historiador de la Ciudad Monumento, para ilustrar que el patricio jamás debería ser demeritado, como intentaron algunos historiadores y escritores de libros a raíz de las discusiones entre este y otro héroe sagrado: Francisco Vicente Aguilera.
Cuando a Céspedes le preguntaban constantemente por las armas para el levantamiento respondía decidido refiriéndose a los colonialistas: «Ellos las tienen». Y en esa frase se refleja su decisión de pasar por encima de cualquier montaña, así como su comprensión del momento histórico.
Adelantados al campanazo
Si la historia hubiera seguido el guion previsto, probablemente todo habría comenzado el 14 de octubre. Pero descubierta la conspiración, Céspedes envió emisarios a distintos puntos de la región oriental con una orden precisa: adelantar los planes.
Así, el 9 de octubre se convirtió en el verdadero prólogo de la independencia, aunque la posteridad lo haya relegado a un segundo plano.
Ese día, mientras en el ingenio azucarero La Demajagua, a unos 13 kilómetros de la ciudad de Manzanillo, se vivían horas de tensa espera, Pedro María de Céspedes, hermano de Carlos Manuel, arengaba a 400 hombres en las proximidades de Macaca con una pregunta que resumía el nuevo espíritu: «¿Y para qué esperar a mañana?».
No muy lejos, en Guá, Portillo y Jibacoa, otros jefes como Manuel Codina, Luis Marcano y Ángel Maestre movilizaban a sus hombres. No eran caudillos actuando por cuenta propia, sino los ejecutores de un plan que respondía a órdenes previas. La prueba más elocuente de esta coordinación es que, después de sus acciones del 9, se dirigieron hacia La Demajagua, y reconocieron en Céspedes al líder natural.
Mientras tanto, en el ingenio que sería testigo de la historia, la noche del 9 fue muy intranquila. Céspedes activó su red de inteligencia, que incluía al teniente Pedro Nuño, infiltrado en el ejército español. Cuando Nuño regresó de una exploración y reportó falsamente que en el lugar «apenas hay una lucecita», no solo estaba mintiendo a sus superiores, sino que estaba comprando tiempo para la Revolución.
En otra parte de la propiedad una joven de 17 años, Candelaria Acosta, cosía con hilos de amor patrio la bandera que ondearía en la mañana del 10 de octubre, cuando Céspedes llamó hermanos a sus antiguos esclavos. Ante la imposibilidad de conseguir tela en Manzanillo, que estaba en alerta máxima, Candelaria usó retazos de su propio vestido azul celeste. Así, entre el contraespionaje y el sacrificio personal, se tejían los símbolos de la nación.
Los presidentes, un grito y la historia de los 12 hombres
El amanecer del 10 no encontró a un puñado de hombres, sino a cientos. Esta multitud diversa desmiente el mito de la reunión íntima y testimonial. Cuando Miguel García Pavón hizo sonar la campana del ingenio, no convocaba a un grupo selecto, sino al embrión de lo que sería el Ejército Libertador.
De entre aquellos congregados, saldrían cuatro presidentes de la República en Armas, un dato que habla de la calidad del liderazgo reunido allí desde el primer momento. Esos hombres que llegaron al más alto cargo fueron Francisco Javier de Céspedes (1821-1903), Manuel de Jesús Calvar (1832-1895) y Bartolomé Masó (1830-1907), además del propio Carlos Manuel (1819-1874).
Por coincidencia, los restos de los tres primeros reposan muy cerca entre sí, en la necrópolis de Manzanillo; es decir, no lejos del lugar del campanazo glorioso.
Volviendo al alzamiento, la primera prueba de fuego llegaría al día siguiente, en el poblado de Yara, un nombre que erróneamente se ha vinculado con el grito primero de independencia.
En la Gaceta de La Habana, el 13 de octubre de 1868, el coronel de la metrópoli José de Chessa, jefe interino del Estado Mayor, dio parte de los sucesos del levantamiento en estos términos: «Según telegramas oficiales, en Yara, jurisdicción de Manzanillo, se levantó el día 10 una partida de paisanos, sin que hasta ahora se sepa el cabecilla que la manda ni el objeto que los conduce. Supónense unidos a ellos los bandoleros perseguidos en otras jurisdicciones y su importancia debe ser escasa».
A partir de ahí, los mandos españoles e incluso algunos historiadores cubanos empezaron a referirse a Yara como el punto de partida, en lugar de exponer «Grito de Demajagua» (o La Demajagua), que hubiera sido lo correcto.
De todos modos, como ya expusimos, Yara sí fue el
escenario del primer combate por la emancipación nacional. Este duelo no terminó en victoria del naciente Ejército Libertador, pero sí marca un símbolo en la historia de Cuba.
Ansiosos de dar un buen golpe, de sacudir aún más la nación, unos 300 revolucionarios se fueron hasta ese poblado, al que llegaron de noche, después de conocer las extremas medidas de seguridad tomadas en Manzanillo, que figuraba como el primer punto de ataque de los insurgentes.
Tocaron ese territorio mojados por la lluvia, «transidos de frío y rendidos de fatigas», como escribiera Bartolomé Masó, pero deseosos de «cargar al machete sobre el enemigo» y quemar «sus atrincheramientos si fuera preciso».
La inexperiencia y la falta de pertrechos conspiraron. Fueron recibidos con nutridas cargas de fusilería y muchos, sorprendidos por los disparos en medio de la lógica inexperiencia guerrera, se marcharon desordenadamente del lugar del combate.
Es entonces cuando se produce el hecho que llena de luz aquella jornada. Por los testimonios de los participantes, se dice que ocurrió poco antes de las 12 de la noche, aunque algunos han manejado, tal vez para hacer coincidir hermosamente el acontecimiento, que fue ya el día 12 de octubre.
Solo había dos bajas en la tropa, pero la dispersión había provocado que solo 11 hombres acompañaran a Carlos Manuel de Céspedes. Uno de ellos, goteando sudor y agua, expresó cabizbajo después de contar a los reunidos: «Todo está perdido».
El Jefe de la Revolución, levantándose sobre su caballo, con un vigor que desbordaba sus 49 años, exclamó en respuesta: «¡Aún quedan 12 hombres. Bastan para hacer la independencia de Cuba!».
PIE DE FOTO El Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes, fue el líder natural de aquel valiente hecho que desató la Revolución hacia la independencia. Foto: Abel Rojas Barallobre/ Archivo