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Yuli o el placer de volver a casa

La cinta de estreno en toda Cuba durante el mes de julio, propone un encuentro con la biografía del bailarín Carlos Acosta

Autor:

Joel del Río

Según dicen algunos que quieren exagerar resentimientos y errores, Carlos Acosta escribió su biografía No Way Home en 2006, cuando no pensaba nada más que «en aprender a perdonar», pero la versión fílmica tal vez lo haya sorprendido en pleno manejo no solo de la indulgencia, sino de la fuerza mental y espiritual suficiente para reparar las heridas, vencer la oscuridad y avanzar, con paso virtuoso, hacia un presente y futuro de generosidad y olvido. Yuli, la película de estreno en toda Cuba a lo largo del mes de julio, es no solo la biografía de un bailarín negro, oriundo de un barrio marginal, que conquistó los grandes escenarios del mundo, sino que también nos enfrenta con dos horas de terapia audiovisual, donde Carlos Acosta ajusta cuentas con su pasado en una serie de retrospectivas dramatizadas o bailadas.

El bailarín célebre sabía que su libro podía convertirse en una película, pero solo se convenció por completo cuando se encontró con el reconocido guionista británico Paul Laverty (premiado en San Sebastián por su guion para esta película) y con la directora española Iciar Bollaín, ambos se sintieron seducidos por el triunfo de la voluntad y el talento que contiene la narración, por encima de todos los escollos, de la resistencia del Carlos niño a convertirse en bailarín, de la violencia correctiva del padre y de un medio social que ayudaba poco a dar el salto del breakdance barriotero al Lago de los cisnes. Iciar Bollaín volvía a hablar, como en Te doy mis ojos, de violencia y familias rotas, mientras que recurría otra vez a la yuxtaposición de elementos documentales y de ficción como vimos en su anterior También la lluvia.

Acosta, Laverty y Bollaín además solicitaron la colaboración del director de fotografía Alex Catalán para lograr vencer el reto de hacer una película con numerosas secuencias bailadas y evitar los acercamientos excesivos que no dejan ver bien los movimientos y los alejamientos que le conferirían al filme un estilo improcedente de teatro filmado desde una luneta. Tampoco es que faltaran precedentes. En el mismo Reino Unido se estrenó, en 1968, Isadora, biografía de la Duncan en la cual Vanessa Redgrave no paraba de bailar, y en 1983, Carlos Saura dirigió Carmen, protagonizada por un bailarín llamado Antonio Gades que se interpretaba a sí mismo. Yuli compite en buena lid con tan ilustres antecesoras.

La directora madrileña Iciar Bollaín junto a Edison Manuel Olbera Núñez, quien interpreta la parte infante de Acosta.

Una vez armada, parcialmente, la producción entre Reino Unido y España encontraron un partner cubano en la firma independiente Productora de la Quinta Avenida, y a partir de ahí se establecieron seis semanas de rodaje en Cuba, se contrató a la mayor parte del numeroso talento nacional presente en el equipo, entre otros, a intérpretes como Laura de la Uz, Carlos Enrique Almirante y Andrea Doimeadiós. Así, se consiguió el milagro de que Yuli pueda ser presentada, en cualquier lugar, como un filme legítimamente cubano, por lo que muestra, por sus actores, por su tono mayormente respetuoso y serio para hablar sobre nuestra realidad… en fin, la película convence a los públicos, a los críticos, le gusta a casi todo el mundo, y sobre todo devino demostración palmaria de cuán equivocados y desactualizados están quienes continúan demonizando, por nuestros medios, tanto las coproducciones con otros países como la iniciativa audiovisual independiente.

Santiago Alfonso, a la derecha, en el papel del padre, al lado de Keyvin Martínez, quien da vida a la etapa de la juventud del bailarín.                                                                                                                                                                                                                               

A pesar de tener 45 años cumplidos cuando se interpretó a sí mismo en Yuli, Carlos Acosta se dedica en todas sus apariciones a bailar, representar y coreografiar su vida, y sale airoso del empeño porque nadie podía sustituirlo, nadie mejor que él sabe de las angustias que conformaron su carácter, de la intolerancia, el racismo y el clasismo, y también de quienes creyeron en su talento, y lo apoyaron, empezando por su maestra y su padre. En el recuento de unos 40 años, resulta mucho más atractiva, fluida y simpática la etapa de la infancia (que permite desplegar tanto al niño Edilson como a Santiago Alfonso en el papel del padre, portentosas, magnéticas interpretaciones), pero la juventud y la madurez están perjudicadas por la inserción constante de coreografías, que ponen en baile lo que acabamos de ver dramatizado, y por tanto pudieran resultar cacofónicas, mientras que a Keyvin Martínez, el encargado de interpretar al bailarín en su juventud, le falta credibilidad respecto a lo que está haciendo, o sobre todo, diciendo.

Es también en la etapa juvenil cuando el guion insiste en ilustrar, sumariamente, los años 90 y lo más cruento del período especial, con mayor o menor tino, y además, se dibujan con mayor nitidez ciertos conflictos que dejarían muy incompleta la película si se hubiera recurrido a los cortes, el resumen y las elipsis: establecer con toda claridad la relación del personaje con el contexto, el peso de la fama y la distancia, su ausencia del entorno familiar que lo reclamaba. Y es en este momento que el protagonista se convierte en un personaje más típico del cine biográfico, género encargado en todos los países de sustentar la moraleja y la identificación del público mayoritario en tanto se cuenta la lucha de un héroe, predestinado a trascender, por sobreponerse a las muchas limitaciones del medio social y cultural que resulta,  al mismo tiempo, freno y acicate. Carlos Acosta se consagra mundialmente como bailarín, pero tiene que sacrificar la vida que pudo tener junto a los suyos, en su medio.

A pesar de sus varias concesiones al populismo (como esas escenas en las que se rinde culto a la ascendencia de esclavos, algo absolutamente normal en Cuba, pero que para europeos políticamente correctos es algo digno de mención) y ciertos excesos melodramáticos como la recurrencia en la enfermedad y la muerte de la hermana, o la insistencia en la victimización del hijo y el furor del padre despótico, Yuli es un filme hermoso, conmovedor, convincente; que respira, en cada fotograma, afecto, respeto e incluso admiración por la Isla, su cultura y su pueblo. Y ese sentido de pertenencia se le debe a su protagonista, un hombre que jamás olvidó el lugar adonde pertenece, y tampoco se dejó guiar por el aforismo de Sabina de que «al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver». Carlos Acosta regresó, por suerte para la cultura cubana.

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