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Veinte años de «autoprimavera» yanqui

La falsa lucha contra el terrorismo no pretendió preservar la seguridad internacional: siempre estuvo dirigida a rescatar la capacidad de intimidación de un imperio que mostró entonces, como enseña ahora, grietas

Autor:

Enrique Milanés León

Vaya usted a saber si George W. Bush era entonces un fanático de las películas de vaqueros que antes había protagonizado Ronald Reagan, pero todo hace indicar que se las creyó: en septiembre de 2001, cuando unos despiadados forajidos asolaron, al doloroso precio de casi tres mil vidas, «el banco» más grande que haya existido, el cuadragésimo tercer presidente de Estados Unidos dio un ultimato a los talibanes para que entregaran a Osama Bin Laden y su banda. El Mulá Omar rechazó la exigencia y en octubre de aquel año de triste recordación llegaron a Afganistán los primeros soldados norteamericanos, orgullosa avanzada de estos que hace solo unos días vimos cerrar con broche de lodo otro capítulo en el libro de guerras de la Casa Blanca.    

En la plenitud de sus 75 años y con los grandes bolsillos de su chaqueta repletos de Historia y autoridad, Fidel llamó el mismo mes de los avionazos, desde la premisa de que Cuba solo reconocía como coalición universal a Naciones Unidas, a «…erradicar el terrorismo sin desatar una inútil y tal vez interminable guerra», pero no fue escuchado por W. Bush, quien padecía, como otros tantos mandatarios antes y después de él, el síndrome (de sordera política) de Washington.

El líder cubano hallaba coincidencias en la propia capital estadounidense, donde tres semanas después de los atentados una pequeña marcha se enfrentó al tsunami que se alistaba y se atrevió a exigir en sus pancartas: «No conviertan la tragedia en guerra». A la postre, el Pentágono no solo lo hizo, sino que además removió los dolores de dos (y más) naciones para reconvertir la guerra en tragedia.

Tibios aún los cuerpos sin vida de las Torres Gemelas, Walden Bello, investigador asociado del Instituto Trasnacional (TNI, por sus siglas en inglés, dedicado a la investigación y apoyo por un mundo sustentable), sostenía que, a menos que se abordaran sus causas profundas, incluida una revisión de la política exterior de la Casa Blanca: «…las represalias masivas de Estados Unidos no pondrán fin al terrorismo, sino que aumentarán la espiral de violencia».

No estuvo solo: su colega Praful Bidwai alertó de la inconveniencia de que Washington se lanzara a combatir «fuerza con fuerza, terrorismo con terrorismo, ojo por ojo», y el también académico del TNI Arun Kundnani llamó a abandonar el camino de las armas y a crear una alternativa de lucha progresista. «La verdadera seguridad no proviene de eliminar amenazas, sino del bienestar colectivo», escribió Kundnani en advertencia profética, pero su aviso fue ahogado por los ruidos de la maquinaria bélica.

Semejante sordera no era solo asunto del afán de hacer caja del Complejo Militar Industrial, sino parte de la lógica existencial del imperialismo, que se nutre del odio y se construye con la destrucción ajena. Preñada de cañones, la gran potencia quedó en shock al constatar su pasmosa vulnerabilidad, así que se sintió obligada a reivindicar su estatus de macho alfa inesperadamente rebajado en letra griega.

La falsa lucha contra el terrorismo —llevarla a cabo supondría, en rigor, una guerra interna contra la estructura de dominación local y mundial— no pretendió preservar la seguridad internacional: siempre estuvo dirigida a rescatar la capacidad de intimidación de un imperio que mostró entonces, como enseña ahora, grietas.

Desatada la guerra, muchas corporaciones ajustaron sus líneas de trabajo al perfil de un término que aún parece el abracadabra de entrada a la cueva de la fortuna: «seguridad nacional». La exacerbación de la seguridad nacional de Estados Unidos destapó, como era de suponer, recelos entre aliados y rivales que condujeron a otro impulso de la carrera armamentista y multiplicaron exponencialmente, en quienes se vieron amenazados, las reacciones terroristas.

La inseguridad internacional resultante no parece importar mucho cuando los verdaderos señores de la guerra, que no están en polvorientas aldeas afganas, sino en lujosas oficinas del Primer Mundo, repasan sus chequeras. Siete de las diez mayores compañías mundiales dedicadas a servir el menú bélico pertenecen al país que dice guiar la lucha contra el terror. Aterroriza saberlo.

Estados Unidos no gana porque a menudo fuerza a su poderoso Ejército a lidiar con grupos irregulares en el terreno de aquellos. Ni una parte ni otra ha defendido auténticas causas nacionales; han sido choques de odio, cálculos económicos, intolerancias extremas… apetito geopolítico. Allá y acullá paga, simplemente, el precio del invasor.

Su primer viejo error en esta guerra fue tomar de rehén a la ONU: ponerle un lazo en la «boca» y suplantar el sistema de seguridad colectiva por uno a su medida en el que exigió, a las malas, adhesión absoluta: «sino conmigo, están contra mí», dijo en inglés y pocos tuvieron el valor de Cuba, de recordarle que ella estaba… con la paz.        

En ese punto, la Casa Blanca puso a la orden a la OTAN —que en 1999, poco antes de los atentados, había cambiado los estatutos para extender su área de acción, del Atlántico Norte y sus riberas, al planeta entero— y a potencias europeas que ahora, repasando la derrota, se preguntan a qué talla de jefe secundaron sin chistar.

Los propios ciudadanos estadounidenses fueron «víctimas colaterales» de quienes decían defenderlos: la Ley Patriótica, proclamada en 2001, violaba cinco de las diez enmiendas de la Constitución: la libertad de expresión y reunión, la protección frente a registro y detenciones arbitrarias, el respeto de las garantías legales, el derecho a juicio público y la protección frente a castigos crueles e inusuales. A su luz, casi cualquiera podía ser acusado de terrorista por casi cualquier cosa.

Veinte años después de aquellos tambores antiterroristas que redoblaron primero contra Afganistán, el pueblo estadounidense tiene derecho a preguntarse por qué sumó, a los casi 3 000 muertos del 11 de septiembre en su propia patria, otros 2 500 hijos caídos en tierra ajena.

Los últimos cuatro presidentes debieran responderle por qué ni dos billones de dólares los libraron del fracaso. Ni siquiera Obama, que parece el «chico más listo» de esa clase, aprovechó para sacar las tropas bajo el silbido de la euforia cuando, en mayo de 2011, un comando élite mató a Bin Laden, a quien a todas luces ya no querían atrapar vivo, como en días de W. Bush, y quien vivía una tranquilidad de bostezos en Pakistán y no en el país que los yanquis, en su busca, desangraron sin piedad.

Siempre hay que celebrar la partida del invasor, pero en este caso lo criticado por la comunidad internacional, en concierto inédito de aliados y adversarios, es la manera precipitada en que lo hizo Estados Unidos, multiplicando innecesariamente los perjuicios que causó en par de décadas.

Es evidente que, en 20 años, todos perdieron allí y el horizonte se asoma torcido. En abril pasado, CNN publicó una entrevista exclusiva en la que un funcionario de Al Qaeda afirmaba, a través de intermediarios, que «la guerra contra Estados Unidos continuará en todos los demás frentes a menos que sean expulsados del resto del mundo islámico».

El texto sugiere que, al tiempo que negociaban con la banda de Trump, los talibanes se entendían con Al Qaeda, el grupo terrorista que, se suponía, Estados Unidos había prohibido como amigo a los reocupantes del Gobierno en Kabul.

Dicho en buen afgano, tal parece que los barbudos extremistas dieran una palmadita a Biden y le dijeran: «¡Corre por tu vida, pero deja las armas!». El ejército de Estados Unidos abandonó un moderno arsenal de 85 000 millones de dólares que —cual las bombas perdidas de la Segunda Guerra Mundial, que a cada rato alarman la tierra de Europa— encierra un potencial de muerte de varias décadas y víctimas impredecibles.

Estados Unidos se fue y no solo no venció al terrorismo que intentó matar (Al Qaeda), sino que deja otro en auge (Estado Islámico). Queda en Afganistán un pueblo en plena zozobra y el reto a potencias como China y Rusia que, «residentes» en la zona, deberán encarar los estragos ocasionados por el extraño que un día llegó de muy lejos a revolver el panal.  

A 20 años del inicio de una lucha fracasada, tanto el fuerte como el «débil» debieran leer a Fidel, el hombre que en los días del septiembre más oscuro afirmó: «…salvar la paz con dignidad, con independencia y sin guerra es piedra angular de la lucha que unidos debemos librar por un mundo verdaderamente justo de pueblos libres».

Por alguna razón, pese a tanto poder, en la Casa Blanca «no escampa». Resentido en ella, como la fiera que ahora vuelve a ser herida, ¿escuchará esta vez el señor de los cañones?

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