Ludwig Van Beethoven, el sordo genial, escribió la Novena Sinfonía cuando se estaba hundiendo en el silencio. Y, sin embargo, en esa trágica circunstancia la poderosísima composición nos entregaba la Oda a la Alegría, canto a la plenitud de la vida venciendo la adversidad.
Pienso a veces en el niño José Julián Martí que sintió como propio el dolor de la violencia ejercida contra el negro, el muchacho pobre que debió percibir su diferencia en las aulas con compañeros de otro origen y debía la posibilidad de estudiar a la protección del maestro Mendive; que sufrió marcas indelebles en las canteras de San Lázaro junto a otros tan desamparados como él. Se convirtió en el hombre que conoció la ingratitud, el desaliento, los terribles reveses, la desconfianza de otros combatientes ante el intelectual que preparaba la guerra necesaria sin haber participado en la de los Diez Años. Fue el hombre que se sobrepuso a su fragilidad física para remar contra la fuerza del oleaje para desembarcar en el agreste paisaje de Playitas cargado de armas, municiones, botiquín de primeros auxilios y, naturalmente, libros. Vencedor de la adversidad siguió creyendo en el mejoramiento humano. Con La Edad de Oro mostró a los niños la realidad de la vida y a percibir el paso de la sombra de la muerte, como le sucedió a Pilar de aro, balde y paleta en procura de arena fina.
Hace poco, conversando con la escritora Ena Lucía Portela, surgió el tema de nuestras lecturas infantiles. Comenté que nunca quise volver a las páginas de Corazón, que tanto me hicieron llorar, por temor a sufrir una desilusión, empalagada por el exceso de sensiblería. Me respondió que el texto podía resistir una lectura adulta. Acepté el desafío. Tropecé con el exceso de almíbar y me asaltan dudas sobre su aceptación por parte de muchachos estimulados hoy por un entorno audiovisual seductor e influyente.
Sin embargo, el análisis atento de Corazón me parece útil para los actuales encargados de la formación de maestros. Es evidente que el autor tuvo propósitos pedagógicos muy precisos. El tiempo de Edmundo de Amicis corresponde al momento de cristalización de la tardía unidad italiana. Había que construir un país sobre un mosaico de pequeñas regiones, algunas de ellas sometidas al dominio de Austria, otras vinculadas históricamente a España o gobernadas por el Estado Pontificio. Se juntaba un conglomerado de dialectos y tradiciones diversas. Por eso, los pequeños héroes de los relatos intercalados en el texto proceden de distintos lugares de la península. En esa dirección apuntan también las semblanzas de Mazzini, Garibaldi, y el Cabour.
Lo más significativo, desde el punto de vista pedagógico, es el respeto profundo por la infancia. Rompiendo con la tradición precedente, la voz narrativa intenta acoplarse a la de un niño que, a modo de un diario, cuenta los sucesos acaecidos a lo largo de un curso escolar. Describe a sus compañeros de origen variado, obligados muchos de ellos a colaborar con sus padres en la lucha por el sustento familiar, frágiles y vulnerables algunos, obligados otros a afrontar la orfandad y la pérdida de un familiar cercano. Para todos, esa cercanía al sufrimiento ajeno constituye un aprendizaje concreto de la solidaridad. El impacto de los hechos se sobrepone al discurso moralizante. El deber ser se construye en la práctica cotidiana. La vida tiene su lado oscuro, iluminado por el descubrimiento de la belleza del mundo natural, por la íntima satisfacción ante cada obstáculo vencido, ante cada pequeño gesto eficaz que gratifica a los otros.
Edmundo de Amicis exalta la veneración por el maestro, conductor del proceso formativo, poseedor de una autoridad que dimana de su modo de comportarse en acciones cotidianas libres de interferencia por niveles jerárquicos o por factores ajenos al ámbito escolar.
La escuela donde cursé mi segundo grado debió ser muy parecida a la descrita por Edmundo de Amicis. De aspecto cuartelario, diría un pedagogo moderno, sus muros grises no resultaban particularmente acogedores, sobre todo cuando en invierno escaseaba la calefacción. Había en el aula 42 niñas en diálogo con una profesora ejemplar. El cálido paisaje humano compensaba la hostilidad ambiental. El aprendizaje compartido y la relación humana con la maestra equilibraban la monótona sordidez del ambiente físico. Terminado el año académico, una vez entregadas las calificaciones finales y los premios, fui a visitar a la signorina Poli —no he olvidado su nombre—. Vivía en una modesta buhardilla, en condición semejante a la de sus colegas, los personajes de Corazón. Han pasado más de 70 años desde entonces y su imagen permanece viva en mi memoria, privilegio que el maestro verdadero comparte en gran medida con nuestros padres y, como ellos, desde la distancia, se complace en saber de su crecimiento, puesto que también ha depositado en ellos una semilla.
Los maestros merecen recibir una justa remuneración. Pero quien se entrega a ese oficio debe recibir el respeto del conjunto de la sociedad y, en particular de los padres y de las autoridades. De estas condicionantes, unidas a su saber y a los valores manifiestos en estos y en actitudes más que en palabras dimanará esa indispensable autoridad inmanente, contrapartida necesaria del fatal autoritarismo denigrante, traumático y generador de dobleces de toda índole, porque la columna vertebral que sostiene todo sistema de valores reside en el respeto a la dignidad del ser humano, incluido el niño que está abriendo los ojos a la vida. No podemos subestimar nunca la inteligencia, la sensibilidad y la capacidad de observación. Desterremos la ñoñería y la sobreprotección de nuestro vínculo con ellos. Extirpemos de raíz cualquier tendencia a la autocompasión. Ayudemos a fortalecer el crecimiento armónico del cuerpo y del alma. La recomendación vale para todos, a los padres y también a los escritores de textos destinados a la infancia. Porque la vida es hermosa cuando aprendemos a conocer sus luces y sus sombras, a disfrutar los instantes de felicidad y a vencer los obstáculos que inevitablemente se interpondrán en nuestro camino.