Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Con el arte en ristre

Autor:

Lisandra Gómez Guerra

Jadea aún el grupo por el ascenso hasta el Alto del Cojo, en la Sierra Maestra, cuando Camilo Cienfuegos decide acomodar los huesos junto a las raíces de un árbol caído. Todo está listo para recibir a fuego limpio al enemigo que avanza por los angostos trillos.

La espera lleva la premura de la guerra y el Señor de la Vanguardia extrae de uno de los anchos bolsillos de su camisa un libro de José Ángel Buesa. Frente a los ojos atónitos del resto de sus hombres permanece imperturbable, aunque la tensión hiela hasta los huesos.

La poesía le roba la escasa tregua que se cosechaba en esos montes del oriente de Cuba en el año 1957. Solo el segundo aviso de Orestes Guerra —fiel guerrillero— mediante el tiro exacto de una piedra lo hace tomar en manos su ametralladora Thompson. Toma la posición de combate y a su orden ponen en jaque al enemigo.

«Es que el arte y la cultura jamás, ni en las situaciones más tensas, le abandonaron», confiesa Gerónimo Besánguiz Legarreta, quien desde hace varios años sostiene las riendas del Complejo Histórico Comandante Camilo Cienfuegos, en Yaguajay, al intentar explicar el pasaje descrito en el texto El joven Kmilo, de William Gálvez.

Declamar décimas fue su primer coqueteo con un mundo conquistado por su olfato autodidacta. Más de un diploma de oro, otorgado durante su paso por la primera enseñanza, confirman que desde niño Camilo supo encontrar las fuerzas de las palabras entrelazadas por la sonoridad. Basta con escuchar el fragmento de los versos de Bonifacio Byrne en su último discurso al pueblo cubano, el 26 de octubre de 1959, para enmudecer.

Pablo Neruda y Federico García Lorca lo acompañaron siempre. Volvía a sus versos, una y otra vez, como remansos vitales al ser un convencido de que la guerra no se gana solo a metralla limpia.

Esculpió su pasión por las artes, en aquellos días en que gracias a esfuerzos extraordinarios matriculó en la Academia Nacional de Bellas Artes San Alejandro. Mas, las estrecheces económicas de la familia Cienfuegos Gorriarán le obligaron a salir del aula a los pocos meses de iniciar el primer semestre del curso de Escultura. Hasta los libros eran caros. Una realidad que le impuso trabajar más y estudiar menos. El Arte, un establecimiento comercial habanero que, además, era una sastrería, le abrió sus puertas y, desde ahí dio alas a su vocación.

Cultivó sus habilidades no solo al realizar dibujos a lápiz o la escultura del dios Apolo de la mitología griega, sino que sedujo la creación con hilos y telas. En el Museo del Complejo Histórico, en Yaguajay, se exhibe un traje confeccionado por él para unos carnavales, hecho de retazos. Da fe de su extraordinario dominio del oficio de sastrería.

Tal vez y esas destrezas hicieron que Camilo Cienfuegos le regalara al padre Guillermo Sardiñas una sotana verde olivo con una estrella de Comandante. Lo confiesa así Eusebio Leal Spengler en el libro Hay que creer en Cuba, de Magda Resik, al referirse al primer sacerdote que vistió el uniforme de un ejército de liberación en nuestro continente.

Al dialogar con algunos hombres de su tropa regresan aquellas noches en que entonaba clásicos del pentagrama musical cubano o se refugiaba en las lecciones plasmadas en el papel con olor a tinta para encontrarse con la grandeza de Antonio Maceo.

Fue así como también Camilo sembró ideas durante las jornadas de la guerra. Incluso, durante los 301 días de Revolución que vivió, no depuso su pasión por la cultura. Su desaparición física truncó sus últimos retoques a la primera exposición a realizar en el Museo de Bellas Artes, pasado enero de 1959. El combatiente y escultor Osneldo García trabajaba en ella. Al conocer el fatídico accidente aéreo volcó su tristeza en una talla en Sabicú, inspirada en una foto sin sombrero del guerrillero de amplia sonrisa. Es ese el último exponente que adquirió el museo yaguayajense.

Y con la misma prisa de los meses de estreno de la Revolución, Camilo Cienfuegos organizó la primera película cubana que une a varios directores de cine de aquella época. Junto con Alicia Alonso sacó el ballet de los teatros y lo llevó, incluso, a la Sierra Maestra.

Volvió a los pasillos de San Alejandro. Estrechó manos con los profesores, quienes supieron reconocer la grandeza no solo del jefe militar sino de quien siempre mantuvo en ristre al arte.

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