Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Cartas en la manigua

Autor:

Ciro Bianchi Ross

En historias y testimonios de las gestas emancipadoras cubanas es frecuente encontrar alusiones al trasiego de correspondencia —oficial (militar y civil) y también de índole particular— entre un campamento y otro, y entre estos y una ciudad en poder del enemigo, y aun del exterior.

Pocas veces se medita en la organización que hacía que eso fuera posible. ¿De qué medios se valían los insurrectos para, de un lugar a otro, hacer llegar órdenes militares, comunicaciones oficiales o simples cartas de afecto y recuerdo?

Una de las fases más interesantes y menos conocidas de la historia postal de Cuba es la que corresponde al sistema de correos que implantaron los revolucionarios cubanos a lo largo de sus luchas por la independencia, escribía el erudito J. L. Guerra Aguiar en su El correo de la República de Cuba en Armas, folleto que dio a conocer en 1975 y que en buena medida el escribidor glosará en la página de hoy.

La extensión de la guerra por la provincia oriental y también por las de Camagüey y Las Villas después del 10 de octubre de 1868, hizo que desde temprano se pensara en la necesidad de encontrar un medio de comunicación entre las zonas insurrectas. Es obvio que esa comunicación fuera en un comienzo de carácter militar, pero a medida que se ampliaban las áreas de hostilidades, el Gobierno de la República en Armas contempló la posibilidad de brindar un servicio de correos entre los soldados y sus familiares, residentes incluso en zonas enemigas, así como en diferentes países donde funcionaban delegaciones del Gobierno cubano, y en especial con Nueva York, ciudad en la que radicaba la Junta Central Revolucionaria.

Nace el sistema de correos

Los primeros correos de las fuerzas liberadoras se establecieron en Camagüey. El 26 de febrero de 1869, la Asamblea de Representantes del Centro designó al camagüeyano Vicente Mora Pera (1837-71) para que organizara el servicio de correos en esa zona.

Durante los primeros tiempos, el correo mambí se valió de adolescentes de entre 12 y 16 años que, por ser conocedores del terreno donde se movían, garantizaban el traslado de la correspondencia. Asimismo, procuró que simpatizantes de la causa independentista residentes en las ciudades se hicieran cargo de la recepción y distribución de las cartas provenientes de los campamentos o destinadas a ellos.

Tres vías se utilizaron para el servicio con el exterior. Por la costa norte, todos los meses, salía el correo desde La Guanaja o Cayo Romano hasta Nassau.

Por la costa sur, una flotilla de botes transportaba la correspondencia hasta Jamaica. En Santiago de Cuba, Manzanillo, Santa Cruz del Sur y Nuevitas la correspondencia llegaba a manos de simpatizantes seleccionados y ellos enseguida la reexpedían por correo regular a su lugar de destino, pero a causa de los riesgos, esta vía se utilizaba solo excepcionalmente.

En 1870, el Gobierno de Cuba en Armas contaba con un Administrador General de Correos, tres inspectores, 135 maestros de postas con sus correspondientes casas y 540 postillones. Un año más tarde quedaba establecida, mediante reglamento, la salida del correo mambí desde Santiago de Cuba los días 1ro. y 15 de cada mes, con un recorrido a través de Holguín, Bayamo, Victoria de las Tunas, Camagüey, Sancti Spíritus, Remedios, Trinidad, Santa Clara, Sagua, Cienfuegos y Colón, lo que equivale a decir que el servicio de correos de la República en Armas cubría casi todo el territorio de la isla.

Se ampliaría a La Habana. Con el sobrenombre de El Mismísimo funcionó en esta ciudad un correo clandestino que tramitaba las cartas y enviaba periódicos a los campamentos insurrectos con tanta regularidad y eficacia que en muchas ocasiones los diarios llegaban a su destino el mismo día de su publicación.

De la correspondencia que venía del exterior generalmente en cayucos, que era una embarcación de quilla plana, se encargaba el prefecto mambí más inmediato al lugar del desembarco. Luego, de prefectura en prefectura, llegaba a su destino.

«El éxito del sistema de Mora Pera fue tan rotundo que rápidamente se fue tomando como modelo en otros lugares, y, más aún, su estructura principal perduró cuando en el período 1895-98 se establecieron también correos insurrectos…», escribía Guerra Aguiar, eminente filatelista que inauguró y dirigió el Museo Postal Cubano y legó numerosos textos en los que recogió sus investigaciones en ese campo.

Sellos postales

En 1873, la Junta Revolucionaria de Nueva York dispuso la emisión del primer sello postal de la República en Armas. Fue la única estampilla que se emitió durante la Guerra Grande. Tenía un valor de franqueo de diez centavos y su tirada constó de 100 000 ejemplares.

Con anterioridad a la emisión de dicho sello, las piezas de correspondencia llevaban marcas postales de las administraciones o las prefecturas donde se imponían. Pero el uso de ese sello, aseguraba Guerra Aguiar, fue limitado, y solo uno de ellos, adherido a un fragmento de cubierta, llegó a nuestros días.

El mismo investigador apunta que gran parte de toda esa documentación, por resultar comprometedora, debió ser destruida por sus poseedores en 1878, después del Pacto del Zanjón.

Al reanudarse las hostilidades, en 1895, se autorizó a la Delegación del Partido Revolucionario Cubano en Estados Unidos a disponer una emisión de sellos de correos con valores de dos, cinco, diez y 25 centavos; entró en circulación el 11 de marzo de 1896.

Las estampillas tenían en su diseño el escudo de la República con la leyenda República de Cuba; en su parte superior se leía la palabra Correos, y en la inferior se veía la cifra de su valor a ambos lados de la palabra «centavos». Estos sellos, recordaba Guerra Aguiar, tenían gran semejanza con el que se emitió en 1873.

Con esa emisión de 1896, el Gobierno de la República en Armas inició el franqueo regular de la correspondencia en los campos insurrectos, y, al mismo tiempo, esos sellos, al venderse a filatelistas y simpatizantes de la causa cubana, contribuyeron a engrosar los fondos del Partido Revolucionario Cubano y, por ende, a la libertad de Cuba.

¿Quién fue Mora Pera?

Desde antes del levantamiento de Carlos Manuel de Céspedes, Vicente Mora Pera laboraba en favor de la independencia. La lesión física que inutilizaba su brazo derecho no fue obstáculo para su incorporación a las huestes revolucionarias. El Comité Revolucionario de Camagüey aceptó sus servicios, lo designó asesor de las comunicaciones y allí mostró su capacidad organizativa, que permitió dotar a la República en Armas de un servicio eficiente de postas.

Gonzalo de Quesada calificó a Mora Pera como un hombre «afable y justiciero». Y con relación a su labor, añadía el discípulo predilecto de Martí: «Puede decirse sin exageración que muchos países en condiciones normales envidiarían la organización, método y seguridad que dio al ramo de las postas… Aquel necesario servicio solo se interrumpía, y eso rara veces, momentáneamente; no se recuerda comunicación alguna que durante esa época se perdiese; los postillones a pie o a caballo, rendían puntualmente sus jornadas, gustosos, satisfechos y obedientes…»

Su hermano Ignacio —el esposo de Ana Betancourt— sería fusilado por los españoles en 1875 cuando, luego de ser hecho prisionero, rechazó el ofrecimiento enemigo de perdonarle la vida si aceptaba reconocerse como «presentado»; había sido ayudante del mayor general Manuel de Quesada, jefe del Ejército Libertador. También fueron hechas prisioneras sus hermanas y durante la detención recibieron del jefe de la columna española —un cubano— todo género de garantías para su seguridad, antes de ser puestas en libertad… Una partida de guerrilleros no tardaría en masacrarlas, junto con sus hijos menores, en el humilde bohío donde se refugiaban.

Aunque minado por la tuberculosis, Vicente estaba decidido a no abandonar el campo de lucha. Bien adentro de una montaña, se refugió en un vara en tierra junto con su esposa e hijos. Hasta allí llegaron los guerrilleros y a tiros dispersaron a la familia que no tardó en ser hecha prisionera, mientras Vicente quedaba errante y perdido en el bosque. Puesta en libertad algún tiempo después, la esposa intentó regresar al lado de Vicente. Ya era tarde.

Un grupo de mujeres negras cuidó a Vicente Mora en sus últimos días. Murió con el nombre de sus seres queridos en sus labios exangües y con el de Cuba en el último suspiro.

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