José Vilalta Saavedra, primer escultor cubano con obra en espacio público, es autor del primer monumento a José Martí en la Isla, aunque su nombre permanece en el anonimato para muchos
Es el primer escultor cubano en el tiempo, y el primer cubano que consigue en la Isla emplazar una de sus esculturas en un lugar público. Suyo es el primer monumento que se erigió aquí en honor de José Martí, y aunque en la mayoría de los casos se desconozca su nombre, sus obras son vistas a diario por miles y miles de personas…
Para algunos, el mulato habanero José Vilalta Saavedra es un genio, un maestro de la escultura monumental, uno de los nombres fundamentales de la escultura cubana de entre los siglos XIX y XX, un hombre que es forzoso reconocer por su habilidad técnica y alta sensibilidad… Para otros, no pasó de ser un mero intermediario entre clientes cubanos y talleres de maestros italianos de la escultura.
¡Triste destino! No solo es el olvidado. Es también el vilipendiado. Aunque no faltan acercamientos amables y justos a su figura y a su obra, no existe aquí, que sepa el escribidor, un certamen que lo recuerde, una academia que lleve su nombre ni un plan de estudios que lo incluya y enaltezca. Ni siquiera se sabe a dónde fueron a parar sus restos.
Por suerte, Alessandra Anselmi, profesora titular de Historia del Arte en la Universidad de Bologna y autora de un libro sobre el art-deco en Cuba y de un estudio biográfico sobre el empresario cubano Alfredo Hornedo, acomete ahora una investigación sobre la vida y el quehacer de este artista: sus trabajos y sus días tanto en la Isla como en Italia, donde estudió, trabajó y murió.
CON ESTUDIO PROPIO
José Vilalta Saavedra nació en La Habana el 27 de enero de 1862. En la ciudad de Cienfuegos, a donde fue a residir, entra como aprendiz en el taller del catalán Miguel Valls, que había hecho estudios en la Academia de Bellas Artes de Barcelona y gozaba de una solvente situación económica gracias a sus trabajos en el arte industrial, la decoración y la escultura funeraria. Se dice que Valls es el autor de La bella durmiente, escultura que se erige sobre la tumba de una joven suicida en el viejo cementerio cienfueguero de Reina; obra cumbre del arte funerario en Cuba.
El mulato impresiona a los que lo conocen. Es despierto y laborioso, con una vocación a toda prueba y enormes ansias de superación. Hace, en un abrir y cerrar de ojos, grandes progresos en Dibujo y Modelado. Valls, que lo sigue de cerca, ve sus grandes aptitudes para la escultura y no vacila en convertirse en su mecenas. Quiere que el muchacho haga estudios en Europa. Gracias a ese mecenazgo, José Vilalta Saavedra ingresa en la Academia de Bellas Artes de Ferrara y sigue estudios en la de Florencia, ciudad en la que llegará a contar con un muy visitado taller propio.
¡INOCENTES!
Es el monumento a los estudiantes de Medicina fusilados en La Habana, en 1871, lo que lo da a conocer en Cuba. Convocado a concurso, el proyecto de Vilalta se alzó con el primer premio y se confió al artista su montaje.
Es de mármol de Carrara, tiene unos diez metros de altura y para su ejecución se dispuso de un presupuesto de 30 000 pesos, allegados en parte por cuestación popular y, en parte, con el aporte de las hermanas de Alfonso Álvarez de Campa, uno de los jóvenes ultimados. Desde el panteón de esa familia se trasladan al sitio donde se erige el monumento los restos de los estudiantes fusilados. Corre el año de 1890. Vilalta tiene 28 años de edad.
El trabajo no gusta, y el artista se ve obligado a aclarar en una entrevista de prensa: «He concebido el monumento basándome en el punto filosófico que en mi concepto es la conciencia pública que, a través del tiempo, justifica la inocencia. No podía realizar ningún otro tema que envolviera una alusión política, cosa que es lo primero que se ha advertido en el concurso». Los estudiantes, inocentes, fueron acusados de profanar la tumba de un periodista español, acusación que les costó la vida.
De cualquier manera, diría el crítico Luis de Soto:
«… no estuvo el artista a la altura del asunto a conmemorar». Ni cree el escribidor que pudiera estarlo pues seguían en el poder los mismos que fusilaron a los estudiantes.
POR HONOR Y NO POR INTERÉS
Vilalta, quien todavía se perfeccionaba en Italia bajo la tutela de grandes maestros, no se amilanó ante la crítica. Mirándolo bien, había ganado una batalla. Escribe el cronista José Antonio Quintana: «Hasta ese momento la estatuaria pública en la Isla había sido realizada por extranjeros. Él logró disputarles a los foráneos tal privilegio».
Siguió al de los estudiantes, en 1895, el monumento al ingeniero Francisco de Albear, autor, entre otras 50 obras, del acueducto que lleva su nombre. Por el precio de 3 000 pesos oro se comprometió a realizar la escultura «por honor y no por interés».
Se hospeda en el hotel Inglaterra. Visita Cienfuegos y Santa Clara. Regresa a Italia con no pocos encargos. En 1901 está de nuevo en La Habana, luego de un recorrido por la América Central y el Caribe. En Santiago de Cuba se quiere que ejecute un monumento en memoria de Maceo, que no llega a acometer, y en La Habana, el de José Martí. Cuando regresa a Italia, luego de realizar una valoración sobre los mármoles cubanos, no se ha erigido aún la escultura de las Tres Virtudes Teologales (Fe, Esperanza y Caridad) que corona la puerta principal de la necrópolis de Colón; un encargo del Obispado habanero. Es de mármol de Carrara y remata la puerta de estilo neobizantino que semeja un gran arco de triunfo de 34 metros de largo por 21,66 metros de alto.
LA MILAGROSA
No es la de los estudiantes la única obra de Vilalta en el cementerio habanero, Monumento Nacional y uno de los grandes camposantos del mundo por sus valores artísticos. Son suyos relieves religiosos de los muros de la necrópolis y la imagen de bulto de La Milagrosa que se erige sobre la tumba de Amelia Goyri, el panteón más visitado de un lugar cuyas 57 hectáreas dan asiento a unas 53 000 bóvedas.
La de La Milagrosa es una de las leyendas habaneras más célebres. Amelia muere en el parto y con ella la criatura que gestó. La inhumaron con ella a sus pies… Al efectuarse, años después, la exhumación, Amelia estaba intacta, signo de santidad, y tenía al niño en sus brazos.
Decenas de personas acuden a diario a esa tumba. Para despertarla, porque no está muerta, hacen sonar la segunda aldaba de la parte derecha del sepulcro y le piden que haga el milagro de rencontrarla con la persona amada, un parto feliz, el restablecimiento de una relación amorosa, recuperación de la salud perdida… De los tres deseos que pueden pedírsele, ella concede uno. Vilalta, guiándose por el retrato de la joven, esculpió su imagen en una sola pieza de mármol, emplazada en 1909.
Otras obras suyas emplazadas o expuestas en Cuba son la del ilustre Joaquín Albarrán, en Sagua la Grande; el busto de Felipe Poey, en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana; el monumento titulado El último beso de la bandera, en la ciudad matancera de Cárdenas, entre otros. Hay piezas suyas en iglesias y conventos y también en colecciones privadas. Otras las dejó en proyecto, como la del Cristo de La Habana y los monumentos a Luz y Caballero y al poeta Heredia. Algunas más se le atribuyen, pero no son suyas. En Italia se destacan, entre bustos y trabajos comerciales, el monumento a Elena, en Pisa, y a Ciro, en Florencia.
EN EL PARQUE CENTRAL
Es obra suya la estatua de Martí que se alza en el Parque Central habanero, inaugurada el 24 de febrero de 1905, en medio de una concentración multitudinaria que encabezaron el mayor general Máximo Gómez y don Tomás Estrada Palma, nuestro primer presidente.
Fue un encargo de la Asociación del Monumento a Martí que, para hacerlo posible, allegó, por cuestación popular, 4 500 pesos, cantidad evidentemente insuficiente para tal empresa. Poco importó a Vilalta Saavedra lo menguado del presupuesto. Puso de su bolsillo lo que faltaba confiando, ingenuo que era, en que el Gobierno cubano se lo repondría. Jamás se lo retribuyeron ni tampoco le concedieron el empleo que solicitó para ir tirando mientras el pago llegaba. Mal pagado unas veces, había incurrido en gastos de materiales y fletes que debió afrontar.
Enfermo, regresó a Italia, y allá murió el 16 de marzo de 1912. Estaba en la inopia al punto de que Carlos Manuel de Céspedes y Quesada, cónsul de Cuba, tuvo que asumir los gastos del sepelio y alquilar el nicho donde se enterraría. Tacañón que era, Carlos Manuel alquiló el nicho solo por seis meses y, vencido ese plazo, sus restos deben haber parado en una fosa común. Han sido vanos los esfuerzos por localizarlos.