Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Un hombre todavía muy joven

Autor:

Alina Perera Robbio

¿Podremos hacer el Hombre nuevo? Entre amigos, hace algunas semanas, la interrogante suscitó una conversación que todavía recuerdo. Cuando pude abrirme camino en medio de la pasión y honestidad del grupo, confesé que para mí ese paradigma no es meta ni destino consumado, sino ruta larga, difícil, preñada de angustias, en cuyo recorrido cada persona batalla —no pocas veces contra sus propios abismos y demonios— para habitar el espacio de la virtud.

¿Y qué significa ser nuevo? Surgió la pregunta cuando el encuentro había alcanzado su mejor tono. Súbitamente medité que encorsetar lo novedoso en lo más fresco del almanaque es una trampa; que hay jóvenes de espíritus retardatarios y ancianos, con sus ímpetus llenos de canas, así como los hay que —por cuando nacieron— podrían ser nuestros bisabuelos, pero al ser más transgresores que nosotros, han de ser mirados como nuestros hijos o nietos, como el Hombre nuevo que está por llegar.

Desde luego hay épocas y escenarios donde las condiciones para ir creando el Hombre nuevo son más favorables. Pero entre amigos estábamos hablando de criaturas excepcionales, escapadas de todo molde o instante histórico. Fue así como tuvimos que recordar a José Martí, y a un joven tan nuevo como Julio Antonio Mella, por cuenta del cual lancé una interrogante inevitable: Vivió en esta Isla, cuando había tranvías, y coches de caballos, y las ideas se amplificaban impresas sobre el papel o a viva voz. ¿Y es por eso más viejo que muchos de quienes respiran el presente?

En un homenaje que Mella merece cuando se cumple otro aniversario de su asesinato, comparto mi certeza de que él está mucho más cerca del Hombre nuevo que otros más «modernos». Basta estudiar su existencia fugaz y proteica de 25 años, leer lo que escribió en tan corto tiempo, para sentir que sigue siendo un modelo del porvenir.

Me he preguntado, como suele suceder con el Che, qué hubiera pensado Julio Antonio apostado en ciertas esquinas de la ciudad. Él, «llama encendida y relampagueante» (dibujado así por un amigo), lleno de entusiasmo y capaz de conmoverse con los más débiles. Él, bello y amante de la belleza más profunda; tímido y pudoroso con las muchachas; y fiero y vertical en la defensa de su pensamiento.

Él, consciente de su destino, de tener sobre sí el estigma por ser un «apestado de la fiebre roja» del comunismo, para él la única opción, que «no es un delito», de los revolucionarios honrados. Él, para quien la coherencia y el esfuerzo personal en aras de los demás eran religión, y que creía en andar inspirado, en la «inquietud constante», en el «renovar continuo de ideas y cosas» como «condición esencial» de la existencia…

Creo que Julio, hijo de un país cuya verdadera emancipación estaba pendiente, hubiera estado feliz hoy con tanto bien conquistado, pero que también hubiera roto lanzas contra otros molinos que nos entorpecen el avance hacia una sociedad superior. Y sería igual de antiimperialista, incluso más irónico y radical que de costumbre en esa contienda, pues la situación no ha hecho más que empeorar en un mundo donde, desde un gabinete del Norte, se urden las tramas con las cuales aniquilar toda «amenaza».

El 10 de febrero de 1929, al mes de que el muchacho fuera asesinado, Tina Modotti, la novia de la cual iba él del brazo cuando fue balaceado por la espalda en la Ciudad de México, expresó en un homenaje: «hay muertos que hacen temblar y cuya muerte representa para todos los asesinos una amenaza igual o mayor que su vida de luchadores; (…) Mella es ahora un símbolo de la lucha revolucionaria contra el imperialismo y contra sus agentes, y su nombre es una bandera».

Todavía la frase no se marchita: hay muy poco de viejo en Julio Antonio, apenas los días físicos de los que no pudo fugarse. Por eso a veces hemos querido estar sentados en cualquier banco de la vida junto a cubanos tan audaces, adelantados y sufridos, y escuchar en el timbre de sus voces verdades que son como antorchas en medio de la penumbra, como señales en ese bregar esperanzado y difícil cuyo horizonte sigue siendo el Hombre nuevo.

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