Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Hacerse de otros mundos...

Autor:

Ana María Domínguez Cruz

Yo sí vi ballenas blancas y desenterré tesoros, sí correteé por la Luna y escuché las sirenas y, lo mejor de todo es que lo sigo haciendo. El escritor español Benjamín Prado no puede incluirme en el bando de los hombres vacíos, como él llama a aquellos que nunca han abierto un libro y que por eso viven en un mundo triste, oscuro y estrecho.

Leí su pensamiento días atrás y al momento mis ideas revolotearon y los recuerdos de mi infancia, no tan lejana aún, se abrieron paso ante mí, con colores y formas caprichosas en las que los libros emergían una y otra vez. Y lo otro también, la mirada lastimosa que se esbozó en mi rostro, inconscientemente, porque me cuesta creer que en el «paquete genético» de muchos de los niños y jóvenes de esta época, la lectura sea una de sus últimas opciones.

Claro, tengo mis razones.

Yo fui una niña que entró al mundo escolar un año antes que el resto de sus compañeritos y que tuvo una profesora de cuento de hadas. Ella me enseñó a leer rápidamente aunque a pesar de sus esfuerzos no logró que yo lo hiciera en voz alta, incapacidad que perdura en mí hasta hoy.

También tuve la buena suerte de que mi papá creciera entre tratados de medicina, enciclopedias de distintas editoriales, novelas, poemarios, obras teatrales, y todo cuanto mi abuelo devoraba y guardaba celosamente en su casa. Él aprendió a cuidar los libros, a no recortarlos, a forrarlos y a no doblar las puntas de sus páginas, porque en cada uno descubrió infinitas puertas al conocimiento, a la imaginación, al disfrute pleno. Él me lo inyectó, me inoculó ese amor por estos simples objetos que en muchas casas solo están destinados a coger polvo.

Y como carezco de la capacidad de leer con la vista y en silencio como nos pedían en clases o en bibliotecas, me convertí en una «lectora de tabaquería» frente al ventilador, para que mi voz vibrara y sonara justo como cuando se usa un micrófono. Así devoré no solo Oros Viejos, Había una vez, La Edad de Oro, El Panda Gigante, Mochito y otros libros acordes con mi edad, sino que en la búsqueda incesante de más y más para leer, encontré El Avaro, de Moliere, y otras obras de teatro que me permitieron en aquel entonces hacer una lectura dramatizada de verdad. Luego, no ha habido una noche en la que no dedique un rato antes de dormir a la lectura, según las exigencias de cada etapa de mi vida, sobre todo porque durante el día siempre parece que el tiempo no alcanza.

No me detendré en mencionar cuanto haya leído hasta hoy —que me dejo seducir por Margarita Mateo con su Desde los blancos manicomios—, ni mi intransigencia a la hora de negar el préstamo de algún libro que, se sabe, casi nunca retorna, ni mi cruzada en las Ferias del Libro en busca de nuevas propuestas literarias, en vez de gastronómicas. Menos ahora que, con mayor rigor profesional, se suman a las obras de ficción muchas revistas, ensayos, artículos y todo cuanto necesite y me seduzca leer.

Tal vez por ello quedé atónita cuando un adolescente de noveno grado me confesó no haber leído El Conde de Montecristo, El Corsario Negro, Colmillo Blanco y otros tantos títulos de aventuras que, para su edad, ya debían estar guardados en su memoria. Prefiero las películas que me cuenten esas historias, me dijo.

Preferí callar y entonces no preguntarle por el Diario de Ana Frank, El Tábano o Bertillón 166, aunque esta última sea una de las obras incluidas en el plan de estudio correspondiente a su grado, porque estaba claro que, ni siendo obligatoria su lectura, se dejaría seducir al parecer por un «montón de páginas».

Es evidente que la magia de las series de televisión, la música, el deporte, los videojuegos y otras opciones de emplear el tiempo libre han desplazado a la que emana del placer de la lectura, acción milenaria. Pero, ¿la familia se mantiene ajena? ¿El personal docente prefiere circunscribirse a las orientaciones metodológicas de sus planes de estudios sin explotar su grado de influencia en el alumnado para promover iniciativas de lectura? ¿Puede considerarse aburrido este hábito si, tras el velo de la historia que devoremos, nos permite mayor dominio de la ortografía, la ampliación del vocabulario y el desarrollo de nuestra imaginación?

Busco las respuestas. Mientras tanto, levanto la mano, airosa, para incluirme en la lista de quienes se preocupan por buscar un espacio en la casa para un nuevo librero de madera o de ladrillos que desde ya se sabe estará repleto y en lo que busco un lugar para otro, leo y leo. Así me hago de otros mundos que pretendo regalarles también a mis hijos.

¿De qué otra manera vivirían mejor?

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