Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La tacita de café

Autor:

Graziella Pogolotti

Durante muchos años, cuando los chirriantes tranvías ascendían trabajosamente por la cuesta de la calle San Lázaro, soñé con el día en que me llegara la oportunidad de subir por la Escalinata como una estudiante más. Allí, pensaba, se me abrirían oportunidades para adquirir nuevos conocimientos, para completar mi aprendizaje de la vida, aunque en aquellos tiempos difíciles la terminación de una carrera ofrecía pocas oportunidades laborales. Tenía clara percepción de que esos años en la Colina serían un paréntesis, un regalo de la vida, antes de enfrentar las duras realidades de un mercado laboral anémico. Tenía que transitar por ellos con la mayor intensidad posible.

Confieso haber aprendido tanto en el aula como fuera de ella. Frente a la escuela se encontraban la galería de los mártires —presencia viva de una tradición—, y las oficinas de la FEU, lugar de trasiego de alumnos de todas las facultades, además de espacio de encuentro con estudiantes procedentes de distintos países de América Latina.

En contacto con ellos, tomaba el pulso de la realidad contemporánea de nuestra área, complemento necesario de la mirada hacia el pasado que proyectábamos en los cursos de Historia de América. A veces, los puertorriqueños pasaban largas temporadas entre nosotros antes de proseguir su lucha, con destino incierto, en otras partes.

La caída de la dictadura guatemalteca, el paso de Arévalo por la presidencia y la subida de Jacobo Árbenz nos trajo el encuentro con jóvenes de aquel país. Sentíamos envidia por aquellos muchachos que avizoraban la posibilidad concreta de construir una nación. Por eso, cuando ya graduados se produjo la violenta intervención del imperialismo que atacaba con la aviación a una población inerme, compartimos el dolor de ese pueblo y se nos grabó, imborrable, el recuerdo del canciller Toriello enfrentando solitario, en la OEA, a John Foster Dulles. No sabíamos entonces que en tierra guatemalteca un joven médico argentino llamado Ernesto Guevara complementaba su formación de revolucionario.

Nosotros también soñábamos con hacer un país con justicia social y con una política exterior verdaderamente independiente. Nos había llenado de vergüenza que el nombre de Cuba se uniera a las voces que apoyaron al imperio en su violenta intervención en los asuntos internos de Guatemala. Queríamos diseñar una Universidad mejor, menos adocenada, menos desamparada en el estudio de las ciencias básicas, más volcada hacia la investigación, abierta a carreras entonces inexistentes como las de Economía, Biología y Sicología.

Encontramos interlocutores en algunos buenos maestros. A veces, el primer turno correspondía a las clases de latín. No sentía inclinación especial por la asignatura, pero Vicentina Antuña había modernizado los métodos de enseñanza y desde muy pronto empezábamos las prácticas de    traducción. Era un desafío, y me acicateaba la melodía de una lengua, madre de todas las que llamábamos romances.

Vicentina era un modelo de profesor universitario. Fiel a principios éticos incorruptibles, que no dejaban resquicio para la inequidad ni para actitudes fraudulentas ante la vida, mostraba interés por todos sus estudiantes y llegaba a conocerlos a fondo. No ejercía forma alguna de autoritarismo. Había una autoridad que dimanaba de su persona, de la ejemplaridad de su conducta, del reconocimiento a su compromiso con los grandes problemas de la vida pública, de su batallar en favor de los derechos de la mujer y de su papel como animadora cultural, de su participación en la institución femenina Lyceum, abierta al exilio español, a lo mejor del pensamiento cubano y refugio acogedor para los artistas de la vanguardia. No se había confinado al estudio de su especialidad. Lectora insaciable, estaba al tanto de las tendencias de la contemporaneidad.

Terminada la clase de latín, ella pasaba a la minúscula cafetería situada junto a las oficinas de la FEU. Era la hora de la tacita de café. Un grupo de estudiantes se juntaba a su alrededor. Era el momento de hablar de cualquier cosa, de los problemas que nos acuciaban en el ámbito de la cultura, la vida nacional y los asuntos internacionales de mayor relevancia.

Con la fiebre propia de la primera juventud adoptábamos un radicalismo extremo. En ese espacio de confianza mutua, el diálogo conducía a establecer matices, a desentrañar los fenómenos de la realidad, a enfrascarnos conjuntamente en la búsqueda de las causas de los problemas y al modo de afrontarlos. Impacientes por obtener resultados, formulábamos proyectos. Sabíamos que podíamos contar con su apoyo y, en ocasiones, con su complicidad.

Al triunfar la Revolución, Vicentina asumió numerosas responsabilidades. Le tocó dirigir el Consejo Nacional de Cultura y, al mismo tiempo, hacerse cargo de la recién fundada Escuela de Letras, cuando la Reforma Universitaria nos planteaba la necesidad de modificar planes de estudio, introducir nuevas disciplinas y convertir el departamento docente e investigativo en célula básica de la estructura universitaria. Antiguos alumnos, sus colaboradores más cercanos, dedicábamos las horas de la noche, únicas disponibles para ella, a la realización de esas tareas. Generaciones de jóvenes la llamaron magistra, así, maestra en latín. Lo siguió siendo hasta el final, aunque cada uno de nosotros hubiera tomado su camino.

En vísperas del inicio del curso, vale la pena recordar que el maestro debe estar movido por una vocación de servicio que sobrepasa en mucho la mera transmisión de conocimientos. Es un formador de conciencia fundada en inquebrantables principios éticos, un interlocutor activo de los jóvenes que emergen a la vida, en quienes precisa incentivar la necesidad de entender el mundo, de alentar la defensa de la soberanía nacional, la voluntad de seguir construyendo un país orientado a la justicia social y a la solidaridad entre los seres humanos, dotado de las herramientas necesarias para el ejercicio de la crítica ante lo mal hecho, un sembrador de riqueza espiritual, sed de conocimiento y fibras de sensibilidad.

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