Sucedió hace varios días en el estadio de Niquero, durante un partido de la serie provincial de béisbol de Granma, evento que durante años ha sido referente para el país.
Un integrante del cuerpo de dirección del equipo de Campechuela, en juego de semifinales, fue expulsado por el árbitro principal y en lugar de irse al dugout le asestó un puñetazo al ampaya. Pero este tampoco se quedó tranquilo, ripostó con otro derechazo.
Ambos golpes, enseguida, fueron subidos a Facebook y, al hacerse virales, generaron todo tipo de comentarios, incluyendo, increíblemente, algunos de aprobación.
Si tal pelea llega a estas páginas rebeldes no es por su «importancia capital» sino porque ha venido a engrosar la historia de reyertas, pleitos y violencia en las instalaciones deportivas cubanas, un problema que lleva años y años cantándonos el tercer strike.
Haciendo rápida retrospectiva recordaremos también que, el 21 de junio, en el estadio espirituano José Antonio Huelga, el equipo local y el de Ciego de Ávila, participantes en el campeonato nacional sub-23 de béisbol, se enrolaron en una lamentable trifulca, la cual, como escribió un colega, fue doblemente preocupante al producirse en categorías de formación, en las que «debe primar el desarrollo integral del atleta».
Entonces fueron sancionados diez peloteros, aunque muchos levantaron las voces a favor de castigos más masivos y ejemplarizantes.
Hace poco, también, en el beisbolito Manuel Alarcón, de Bayamo, se vivió una situación límite cuando, en un simple tope de las Pequeñas Ligas, padres del equipo rival —de una provincia vecina— estuvieron a punto de golpear al director del conjunto anfitrión. ¡Y todo eso, delante de sus hijos!
Pudiéramos unir la noche con el día enumerando otros casos, pero cada uno sería la advertencia de que en nuestro béisbol, como en otros lados de la Cuba de estos tiempos difíciles, se ha instalado esa peligrosa costumbre de resolver con guaperías y ofensas la más mínima divergencia.
Es la confirmación de que los agujeros de otro tiempo han ido creciendo hasta convertirse en cráteres por los que sale más que lava tremenda.
¿Qué pasará el día que ―no lo quiera el destino― alguien en una reyerta de este tipo tenga un final fatal? ¿Entenderemos a la sazón que desde hace rato se nos estaba acabando el partido crucial y no pudimos o quisimos darnos cuenta?
Detrás de ese puñetazo en Niquero, de los gestos antideportivos —los vemos hasta en edades escolares—, de la mencionada trifulca, de cada acto de disfrute por esas peleas subidas a redes sociales, de cada forma de violencia… hay más que arrebatos momentáneos. Hay sombras de irrespeto a las instituciones, las normas, el prójimo. Hay, en definitiva, un fallo colectivo, que no se cura con llamados a la conciencia.
Lo peor, lo verdaderamente doloroso y triste es que mañana, nuevos escándalos delante, sigamos normalizando el puño al aire, la bronca, la agresión.
En el futuro, cuando muchos de los niños que estuvieron aquel día gris en el beisbolito bayamés crezcan —tanto los de padres tranquilos, como los de padres belicosos— o cuando los de la trifulca del sub-23 sean maduros, probablemente recordarán que comenzaron a poncharse desde los ejemplos que les dieron los mayores. La pregunta que les caerá encima es si ya no será demasiado tarde para cambiar el swing y enderezar un resultado demasiado adverso.