Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Una recarga de felicidad

Autor:

Juan Morales Agüero

La última semana de julio figura en el archivo de mis recuerdos como una de las más felices de mi etapa reciente. ¿Razones? Tuve a mi hija Sofía casi a tiempo completo bajo mi techo. Durante esas adorables jornadas hablamos hasta por los codos, nos divertimos con cualquier bobada, discutimos sin que nadie ganara, nos llamamos por nuestros mil apodos... Ella está de vacaciones luego de concluir el segundo año de la carrera de Lengua Francesa en la Universidad de La Habana. 

Desde hace meses me había advertido: «Cuando vaya para Las Tunas quiero cocinarte para que pruebes mi sazón». Y así lo hizo, en efecto. A pesar de carecer de evidencias sobre esa faceta suya —a todas luces adquirida a la fuerza al independizarse—, puse mis papilas gustativas en sus manos. 

Tan pronto llegó a casa, y luego de los abrazos, tomó posesión de la cocina como si ese hubiera sido su lugar de operaciones toda la vida. Los resultados fueron —en comidas sucesivas—, los espaguetis más ricos que he probado y un congrí de frijoles negros que quedó como para chuparse los dedos. Sofía combinó la elaboración con una clase «magistral» de técnica culinaria, combinada a un rosario de regaños dirigidos a mí que estuvieron a punto de sacarme de paso. 

«Papi, debes comprar un estropajo metálico, para raspar las vasijas en el fondo», me dijo mientras fregaba un jarro. Al percatarse de que una «cacharra» tenía un salidero, me exigió adquirir una nueva. Luego la tomó con los pomos del agua: «¡Mira qué sucios están, papi! ¿Qué esperas para cambiarlos?», y a seguidas: «Cuando saques un alimento del refrigerador, toma solo la parte que vas a consumir, ¡no lo calientes todo!». Criticó también los trapos de cocina y me instó a remplazarlos. Y yo serio, sin decir «ni esta boca es mía». 

La preparación de los espaguetis devino ejercicio de arte: picó finos y simétricos los ajíes, el cebollino y el ajo puerro. 

Los sofrió por orden en la sartén y me explicó por qué debe hacerse así. Pidió puré y le di el que había. Cuando lo agregó a la salsa y la probó, otro sermón: «¡Ese puré está ácido, papi, debes tener cuidado a quién se lo compras!» 

Ante la nueva reprimenda, mi umbral de tolerancia llegó al tope. «¡Por favor, Sofía, ni un regaño más!, ¿qué te piensas? Parece que La Habana te ha cambiado…». Ahí nos dijimos cuatro cosas —ninguna hiriente—, pero, a los pocos minutos, nos reconciliamos. Las disputas integran nuestros afectos. 

Sigo con el tema. Al quedar descartada por «ácida» la salsa del puré, y por expresas instrucciones suyas, salí a la calle a comprar una lata del producto («¡que sea de fábrica!», me exigió), una cabeza de ajo y una cebolla para sustituir al cebollino y al ajo puerro («no me convencen ninguno de los dos», confesó). Con lo que le traje elaboró una nueva salsa, la vertió sobre los espaguetis y minutos después estábamos degustando unas pastas dignas de un restaurante italiano. 

Sofía y yo disfrutamos llevarnos la contraria, pero dudo que haya padre e hija que se amen más y que compartan tantos caprichos. En La Habana suele caminar cuadras y cuadras para llegar a la Facultad donde estudia y jamás se lamenta. Al contrario, enfrenta con buen talante los infortunios. Es un cascabel, una mariposa que irradia optimismo y buena onda. 

Sabe alternar los deberes con la recreación. Siempre que puede va a la playa, a una galería, al cine o a un bar con Denis (su novio avileño que estudia Ingeniería Nuclear) a escuchar música o a tomarse una cerveza. Eso sin olvidar su hábito de lectura. Sus profesores y sus amistades la adoran. 

Hace pocos días se fue para Ciego de Ávila a visitar a su prometido y a sus suegros. Permanecí a su lado hasta que la guagua arrancó y tomó carretera. En el trayecto me fue dando partes desde su inseparable teléfono celular: «Vamos por Camagüey, papi; ahora estamos llegando a Florida…», en fin… A punto de cumplir 21 años, Sofía no ha dejado de ser niña. 

Durante los días que permaneció en nuestra casa, dormimos juntos, ella con sus piernas tiradas por encima de mi cuerpo —como hacía cuando era una chiquilla—, u ocupando casi toda la cama sin apenas dejarme espacio. En estos tiempos complicados y estresantes, reencontrarme con Sofía me devolvió la sonrisa y devino oportuna recarga de felicidad. ¡Falta que me hacía!

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