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Uno y el mismo

Caracterizado fundamentalmente por sus valores literarios, filosófico-antropológicos y etnográficos, el volumen Uno y el mismo, del escritor y periodista Argelio Santiesteban, trata sobre los contactos del folclor cubano con el de otros pueblos del orbe

Autor:

Jesús Dueñas Becerra

El escritor y periodista Argelio Santiesteban, Premio Casa de las Américas 1983, es el autor de Uno y el mismo (Ediciones Unión),  presentado en la 23 Feria Internacional del Libro. Caracterizado fundamentalmente por sus valores literarios, filosófico-antropológicos y etnográficos, trata sobre los contactos del folclor cubano con el de otros pueblos del orbe.

Esa incursión en tan disímiles campos del conocimiento humano le costaron al también miembro de la Uneac varias décadas de búsqueda bibliográfica y periodística en tres o cuatro lenguas foráneas para proponerle al lector la tesis de que ningún pueblo le lleva a ningún otro «ni un codo ni una punta», para decirlo con palabras de José Martí.

Según Santiesteban, se necesita padecer de ignorancia supina, como la presentan tantos que egresan de las universidades y academias, «(…) para no reconocer —como sentenciara el Apóstol— la identidad del mundo», porque la unidad material y espiritual del universo es indiscutible.

Aristóteles, ese genio del pensamiento filosófico universal, elaboró una teoría sobre la esclavitud «natural», que justificaría el derecho de conquista por parte de los pueblos «civilizados» sobre los pueblos «incivilizados», «bárbaros» o «inferiores», predestinados a mandar y a obedecer, respectivamente.

El folclor es una vía más para probar la falsedad de esos asertos. Si hoy algunas de nuestras abuelitas, con la mayor ingenuidad, clavan tras la puerta una herradura como amuleto de buena suerte, no deben acomplejarse. El almirante inglés Nelson —-muy «civilizado», por cierto— efectuó igual práctica en el palo mayor de su nave capitana, como método propiciatorio de la buena fortuna militar.

El emperador Napoleón Bonaparte —muy europeo y muy señor de su tiempo— estimaba que una buena estrella había alumbrado su nacimiento, y que se le había hecho visible en la víspera de la batalla de Austerlitz, mientras que, al igual que Voltaire y Rousseau, estaba convencido de la existencia de días aciagos.

Las coincidencias registradas al examinar el folclor de diversos pueblos —«civilizados» o no, de acuerdo con la clasificación diseñada al efecto por la sacrosanta cultura occidental— son asombrosas, sin abusar, por supuesto, del adjetivo.

El cosmógrafo e historiador don José de Acosta, vio el asunto —con meridiana claridad— al establecer, en su Historia natural y moral de las Indias, que «si alguno se maravillare de algunos ritos y costumbres de los indios, y los despreciare por incipientes y necios, o los detestare por inhumanos y diabólicos, mire que en los griegos y romanos que [gobernaron] el mundo, se hallan, o los mismos u otros semejantes, y a veces, peores».

En fecha más reciente, Frazer —ese sol de la etnología y la folclorología contemporáneas— evoca que «en (los hallazgos de) recientes investigaciones de la historia primitiva, se revela la semejanza esencial de la mente humana, que (con) multitud de diferencias superficiales, construyó su primera y ruda filosofía de la vida».

El jardín del Edén aparece en ambos hemisferios. Helena no es solo de Troya, sino también de Molokai y de California. Para los indios, Cuenca y Pilchaca —Sodoma y Gomorra para la religión judeo-cristiana— fueron destruidas por el fuego celestial.

En Perú corre como reguero de pólvora el mito de una mujer devenida estatua por mirar hacia atrás.  Hay un Noé de la Amazonia, el héroe Tamandaré, quien sobrevive al diluvio subido a una palmera en compañía de su consorte.

Entre los carabalíes, el personaje mitológico conocido como el Niño Cojo —Prometeo subsahariano— roba el fuego y lo envuelve en unos tizones de hojas de plátano para entregarlo a los hombres; razón por la cual sufre el castigo de las deidades africanas. Ese mismo pueblo tiene su Moisés en el pasaje del Mar Rojo, ya que el legendario cazador Awasang Atikawat burla a sus perseguidores y logra que las aguas de un río se abran a su paso para cerrarse tras él.

Afrodita-Venus no es solo mediterránea, sino también yoruba: he ahí la sensual Oshún, que rezuma miel por todos los poros del cuerpo y el alma de la diosa africana.

Por otro lado, es significativo el hecho de que los protoeuropeos de Altamira y Lascaux pintarrajearon las cuevas en un hermoso alarde de magia homeopática. Sin embargo, ¿cuántos conocen que las cavernas de los chichimecas están cubiertas de escenas de cacería?

Inventariar esos puntos de tangencia es como contar estrellas. Otro ejemplo: hoy el pene de tortuga, reducido a polvo, se aconseja como remedio infalible para varones con disfunción sexual eréctil. Sin embargo, el quelonio fue símbolo de potencia engendradora, lo mismo en la mitología hindú que entre los pieles rojas norteamericanos.

La identidad humana tiende puentes a través de los milenios. Así, Parker comprobó con asombro que muchos de los diseños que aparecen en los dibujos de los niños contemporáneos están grabados en un templo egipcio de la época de Ramsés I, ¡14 siglos antes de nuestra era!

El hombre es uno y el mismo. De ahí, que la teoría aristotélica de la esclavitud «natural» —eficaz arma esgrimida por los colonialistas de viejo o nuevo cuño— vaya quedando, cada día más, in puris naturalibus, es decir, en cueros, desnuda o sin ropa que cubra sus partes pudendas.

Ya lo dijo Sancho Panza, el fiel escudero del ingenioso hidalgo  don Quijote de la Mancha: «(...) puedo jurar que imagino que todo el mundo es uno».

Por último, Argelio Santiesteban explica que él no inventó ni descubrió el folclor. Su progenitor multitudinario —el pueblo— lo crió hirsuto, irreverente, desfachatado, boquiduro y jorobador. Por lo tanto, lamenta de veras que, en las páginas de Uno y el mismo, oídos castos y sensibilidades adocenadas encuentren pasajes escabrosos, piedras desencadenantes de escándalos. Si ello ocurriere, podrían consolarse con las palabras del escritor finlandés Mika Waltari: «el hombre en su maldad es peor que el cocodrilo del río. Así ha sido, es y será (…) por los siglos de los siglos».

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