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¡Ciguatera a la vista!

Descrita desde hace mucho tiempo, la ciguatera es una intoxicación alimentaria cuyo riesgo de contagio es notable en tiempos modernos

Autor:

Julio César Hernández Perera

Amanecía y no aguantaron más: ¡Vamos todos para el hospital! Así decidieron los miembros de una familia, quienes pasaron toda la noche con vómitos y diarreas abundantes, mucho decaimiento y calambres raros.

Cuando llegaron al servicio de urgencias el médico de guardia indagó para después plantear un posible diagnóstico: ciguatera.

Los pacientes habían consumido en cena familiar un pescado que personas inescrupulosas les habían vendido como «de primera… ¡pargo fresco!».

No se trata de una historia ficticia. El ejemplo podría ponernos en estado de alerta para luchar contra ciertos mercaderes ambulantes. Tal realidad pudiera motivar el interés por hurgar, además, en los mitos, historias y estudios contemporáneos relacionados con la afección que nos ocupa.

Aportes de dos naturalistas

En la antigüedad, el sabio Aristóteles afirmó que, a pesar de que los peces podían enfermarse, estos «no poseían peste alguna que afectara al hombre y a los animales domésticos». Tal teoría fue desplazada al revelarse males vinculados con el contacto o ingestión de algunos peces.

Desde los tiempos de la antigua China (siglos VIII-VII a.n.e.) quedó registrado cómo ciertos peces podían ser nocivos, especialmente los reconocidos como especies de seriola (entre los que se incluyen el coronado y el medregal).

Existieron además relatos del siglo XVI, sobre todo de expedicionarios y navegantes en el Caribe y el Pacífico Sur, acerca de enfermedades causadas por la ingestión de determinados peces de arrecife.

A lo largo de la historia se ha asumido que las primeras descripciones clínicas de la ciguatera fueron efectuadas en Cuba por dos naturalistas. El primero fue el lusitano Antonio Parra Callado, quien publicó y acuñó por vez primera el término siguatera (con s).

El 15 de marzo de 1786 ese naturalista padeció la enfermedad después de haber comido una cubera, a la par de una veintena de personas (incluida su familia), y tuvo el cuidado de detallar el cuadro clínico de aquel incidente.

Antonio Parra publicó: «Mi familia quedó inhábil (…). Todos estaban postrados; pero cada uno se quejaba de una diferente dolencia, aunque la común y general eran las evacuaciones, con más o menos pujo. (…) La lengua —dijo el naturalista— se me puso áspera y desabrida, efectos que experimentaron casi todos, y a algunos se les inflamó. Lo más singular que notamos fue que, al beber agua fría, en la punta de la lengua experimentábamos una picazón tan incómoda, como si la punzaran con alfileres, pero tomándola tibia no se sentía nada».

El experto también describió: «(…) si me mojaba las manos sentía un gran dolor entre uña y carne, y una frialdad que se extendía a los dedos, manos y brazos. A veces acometía pujo en la orina, otras se percibía correr por lo interior de los huesos una frialdad que parecía hielo, y a estos acompañaba también el dolor; y últimamente se manifestó la rasquera (…). Estos síntomas, más o menos graves, duraron casi un mes, bien que he sabido de muchos que han experimentado sus efectos mucho más tiempo. Por lo general, no es mortal; no obstante, algunos han muerto».

Casi un siglo después, en 1866, el reconocido naturalista cubano Felipe Poey y Aloy, basado en los trabajos de Parra y en otros investigadores de la época, más las experiencias vividas por pescadores y sus propias investigaciones, logró delimitar a diez las especies marinas que podían causar ciguatera (entre estas mencionaba a la barracuda o picuda). Analizó también posibles causas y precisó algunos síntomas particulares de la intoxicación.

Dijo, entre otras razones, que la palabra ciguatera se debía escribir con c, por provenir del nombre de un molusco llamado vulgarmente cigua (Cittarium pica). En tiempos previos se presumía que este molusco causaba en el hombre ciertos trastornos digestivos, por lo que los afectados decían estar ciguatados o enciguatados. Esta palabra se generalizó posteriormente a los casos de diarreas y vómitos asociados a la ingestión de otros moluscos o pescado.

Poey señaló cómo la mayoría de los peces ciguatos alcanzan gran tamaño, el hábitat no parece ser un factor concluyente —en un mismo sitio había tantos ejemplares «sospechosos» como sanos— y la enfermedad se hallaba limitada al Mar de las Antillas y a otras zonas intertropicales. El estudioso descartó la existencia de rasgos peculiares en aquellos peces afectados por la enfermedad.

Según Felipe Poey, no existen rasgos peculiares en aquellos peces afectados por la enfermedad.

El cambio climático y la ciguatera

A pesar de desconocerse un tratamiento efectivo para tratar la ciguatera, se posee mayor conocimiento sobre cómo esta se produce. En las dos últimas décadas del siglo XX salió a la luz cómo el mal estaba relacionado con una microalga (Gambierdiscus) ampliamente distribuida en regiones tropicales y subtropicales. Esta microalga produce una toxina (ciguatoxina) que afecta sobre todo al sistema nervioso.

En los últimos años, la ciguatera ha sido motivo de preocupación a nivel mundial, en tanto se le relaciona con los cambios en los ecosistemas marinos. Tales transformaciones trascienden extensamente en la nutrición, en los ingresos y en la salud de las comunidades.

El cambio climático, los cambios físicos oceánicos inducidos por los gases de efecto invernadero, la sobrepesca y la expansión de especies invasoras pueden contribuir al incremento del riesgo de ciguatera. Este fenómeno puede afectar la seguridad alimentaria, particularmente en las pequeñas naciones insulares.

Todos estos elementos hacen evocar una frase que nos remonta a tiempos de auge de exploradores en el Caribe, cuando descubrían nuevas tierras; pero en este caso, generando conciencia sobre una creciente amenaza: ¡Ciguatera a la vista!

 

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