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Nuestra primera sangre

El nacimiento de un singular poblado hace 320 años demuestra que lo aborigen no murió tan temprano

Autor:

Osviel Castro Medel

JIGUANÍ, Granma.— ¿Es posible encontrar hoy aborígenes en Cuba? La interrogante parecería ilógica en este tiempo luego de haber repetido tanto que nuestros primeros pobladores  fueron aniquilados enseguida, azotados por los maltratos de los colonizadores y las enfermedades que estos trajeron.

Pero tal vez en Jiguaní, un pueblo que este 25 de enero cumplirá 320 años (cabecera del municipio homónimo de unos 60 000 habitantes), la pregunta no sea irracional. Porque aunque en la comarca no existen «indios puros», aún decenas de personas conservan rasgos de aquellos primitivos.

Y es que este poblado, fundado entonces con más de 20 familias y el nombre de San Pablo de Jiguaní, surgió a instancias del indio Miguel Rodríguez, oriundo de Bayamo, quien junto al cura Andrés Jerez, resolvió reconcentrar aquí, para su protección, a los naturales dispersos entre los ríos Contramaestre y Cautillo. De hecho, fue el último asentamiento indígena reconocido por los españoles.

Ese nacimiento (1701) echa por tierra la teoría de la «desaparición total» de la sangre originaria de Cuba. En 1818, un decreto de la metrópoli determinó el fin de la villa aborigen, pero los indios siguieron viviendo, como indican las disposiciones de 1836 del alcalde Miguel Íñiguez, (abuelo de Calixto García), para resguardar a nuestros primigenios.

Esos fundadores de la población fueron dejando huellas. Incluso, en 1991, en el aniversario 290 de Jiguaní, se creó oficialmente, después de meses de funcionamiento, un grupo de descendientes de aborígenes, idea impulsada por el historiador local Hugo Armas Pérez, apasionado investigador del tema durante 40 años.

«El objetivo principal era socializar experiencias de sus antepasados y saber en realidad cuánto tenemos de nuestras etnias iniciales, que es más de lo sospechado», dice él.

Por otra parte, revela que en Jiguaní y las zonas aledañas ocurrió un proceso singular: familias enteras como los Ferrales, Rivero, Reyes, Quesada, Anaya, Aguilera, Aguilar, Garcés, Leyva, Reyes, Sosa, Fuentes y Andino —todas con rasgos indígenas— se entrecruzaron hasta una cuarta generación, y generaron grupos muy parecidos físicamente.

«Después se produciría una mezcla con españoles y africanos, pero algo de lo indio perduró: varios tipos de platos, algunas palabras, el trabajo de la cerámica, los tejidos manuales a partir del yarey, utensilios como la hamaca y ciertas construcciones como los caneyes», señala el historiador.

De humano a piedra

Sus abuelos le contaban historias de los jigües, «unos enanitos que salían de los ríos y asustaban». Así lo recuerda hoy Dora Aguilar Osorio, trabajadora de la biblioteca municipal, quien se enorgullece de sus raíces, y es una de las fundadoras del citado grupo de descendientes.

Dora Aguilar Osorio acostumbra a narrar a su nieto, David Castillo  Rivero, varias anécdotas vinculadas con sus antecesores aborígenes

Ella oyó muchas «anécdotas indias» salidas de la boca de su tía, Rosa Aguilar Almaguer, de 69 años; anécdotas llenas de orgullo por el terruño. Ahora suele narrarle a su nieto de 11 abriles, David Castillo Rivero, novelas reales sobre sus raíces y le cuenta de las tortas de casabe —hechas a partir de la yuca— o los platos de hayaca —elaborados a base de maíz— que comía en su niñez. Estos, por cierto, se conocen como «tamales» en muchos sitios de nuestra geografía.

Rosa Aguilar vive orgullosa de haber echado su vida en jiguaní. Fotos: Osviel Castro Medel

Volviendo al jigüe: según la leyenda original, era un duende pequeñito que hacía perder a los caminantes en lugares cercanos a ríos o lagunas, en los que él habitaba. En el occidente del país se le denomina güije y es descrito como un ser de piel oscura de ojos saltones. Sin embargo, en esa región pudo pasar igual que con la historia de la Virgen de la Caridad: el enano se convirtió en negrito al paso del tiempo, y esto hizo pensar en su procedencia africana.

Otra de las costumbres llamativas de ciertos moradores de la zona del Cauto —agrega Armas Pérez—, consistía en guardar una semilla de cayajabo, una planta trepadora, que por sus poderes supuestamente ahuyenta la mala suerte y era empleada por nuestros nativos.

«Mi papá siempre traía una semilla de esas en el bolsillo, se calentaba al frotarla en una superficie y eso se lo habían transmitido sus abuelos», relata Lázaro Miguel Aguilar Ramírez, un jiguanisero con presuntos ancestros indios.

Lázaro Miguel Aguilar Ramírez, un jiguanisero con presuntos ancestros indios

Tales detalles son entendibles. Según la enciclopedia cubana Ecured, para los originarios cubanos algunos objetos inanimados, incluyendo las piedras, poseían vida terrenal o tenían atributos mágicos, algo llamado animismo.

En la zona, incluyendo Bayamo y sus alrededores, todavía persisten las leyendas de personas capaces de transformarse en árboles o animales, una rara propiedad que según los campesinos locales, poseían los cagüeiros, término que no se sabe si es indígena.

Además, se mantiene vivo el llamado espiritismo de cordón, nacido de la danza del areíto, practicada por nuestros primeros predecesores. Al respecto, Hugo Armas Pérez, señala que hace mucho le llamó la atención ver en uno de los templos espirituales de la región una cruz junto a un hacha petaloide, símbolo de mezcla, pero también de persistencia de lo taíno.

Comerse la guayaba

Algunos pudieran sonreír al escuchar la palabra cutara, denominación que se le da en ciertas regiones a la chancleta. Mas, no hay que sentir pena de usarla pues esta proviene de la lengua original cubana, desaparecida por desdicha.

Por supuesto, se cuentan muchos más vocablos «únicos», como tubonuco (chichón), que en la probable traducción del aruaco significa «azul (o golpe) se asienta cerca del ojo».

«Ellos empleaban un lenguaje muy descriptivo, para el que cada objeto requería  más de una palabra. Esa característica fue heredada por el campesinado de la región», escribió en un artículo el historiador bayamés Víctor Vega La O.

Esto revela el origen de voces empleadas en la actualidad, como nacío (cosa dura está ahí), sabana (pocos árboles dentro), y manía (no gusta al indio), esta última usada cuando una comida está echada a perder. Otras están por estudiarse: catauro, sobaco, macana, fututo, yagua, coa, canoa, cacique, cabuya, güira, yarey, huracán, iguana, macuto, etc.

Si analizamos la toponimia de esta zona también nos percataremos de la huella originaria: Jiguaní (río de oro), Bayamo, Babiney, Cauto, Virey, Guacanayabo, Yara, Babatuaba, Cupaynicú, Maboa, Macanacú, Jatía, Mabay, Jagua, Cupey...

Hay más. La musicalidad a la hora de hablar es propia del triángulo Bayamo-Las Tunas-Holguín, algo quizá heredado de los aborígenes, al igual que ciertas expresiones tropológicas como «te comiste la guayaba», una frase vinculada con la ausencia porque Maquetaurie Guayaba era el señor de Coaybay, el mundo de los muertos, de los no presentes; y la guayaba resultaba el alimento favorito de las opías, es decir, de los fallecidos, tal como explicó la lingüista Libia Roblejo Peña.

«Definitivamente, tenemos que seguir profundizando en el legado aborigen. En Jiguaní y en la provincia de Guantánamo, donde también hay huellas de aquellos antecesores, hemos desarrollado varios eventos interesantes, con muchos aportes, pero no basta con eso», asegura Hugo Armas Pérez.

Él es uno de los que más han batallado por situar a nuestra primera sangre en su lugar. A partir de ella germinó una semilla que necesitamos cuidar a toda costa.

 

 

 

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