Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Una oreja, un arete y un tren

Autor:

Luis Luque Álvarez

He visto a un niño con una argolla en la oreja izquierda.

«¡¿Y qué?!», se encogerá de hombros algún lector, cuyo argumento, previsiblemente, será que «la modernidad es la modernidad», y que hoy cualquier muchacho se cuelga un arete o se dibuja un tatuaje. Sí, parece que me quedé en algún momento «posterior a la Edad Media».

O no, a lo mejor sucede que no me expliqué. No hablo de un niño que pidió expresamente semejante adorno, sino de un bebé ¡de un año!, que aún no sabe la diferencia entre una argolla, una carretilla y un refrigerador, y que solo abre la boca para balbucear: «Ma-ma, ta-ta...».

Estamos, evidentemente, ante un fenómeno de transferencia. A los padres les atrae la moda de que los varones luzcan accesorios de este tipo, y allá va eso: se lo ponen al suyo, como si fuera ya un adolescente capaz de decir: «Esto va conmigo, esto no va».

Sirva un paréntesis para advertir que no estoy contra los aretes ni nada por el estilo. Quien desee colgarse de la oreja una dorada cadenita con un pesado yunque en el extremo, esa será su elección, y muy digna de respeto (aunque su maltratada cervical no crea lo mismo...).

Lo que despierta mi atención es observar cómo los patrones estéticos, que tanto varían de una generación a otra, comienzan a saltar incluso las vallas de los grupos de edades. O sea, que si a un joven le puede resultar atractivo que una hermosa y fogosa moza se tatúe un delfín en el hombro o un tractor en el vientre, no sé qué pintaría un dibujo de estos en el bracito regordete de un lactante. O un arete en la oreja, que es el caso.

A lo mejor se puede entender como un intento de romper la similitud. Si todos los «babies» son rollizos, si dicen las mismas palabritas que sus diligentes papás y vecinos les van enseñando con paciencia —algunas incluso con un tilín de malicia—; si todos hacen las mismas muecas cuando deben zamparse un biberón de sales de rehidratación oral —porque, al final, también todos las necesitan de vez en cuando—, pues el mío no puede ser «la norma». ¡Tiene que ser especial!

Y no dudo que cada hijo es especial, y que no hay mina de oro en este mundo que posea más valor que uno solo de sus cabellos. Pero en el círculo infantil, rodeado de sus compañeritos que cantan un alegre y desentonado «Barquito de papel», y a quienes les importa un bledo si un tal Daddy Yankee se abrió tres huecos en una oreja, ¿de qué le vale su argolla?

¡Aaah...! Felices tiempos y dorada edad aquella, amigo Sancho, en que los muchachos agitábamos las botellas de refresco y nos disparábamos ráfagas de espuma, mientras esquivábamos ágiles alguna que otra tortica voladora.

Algo que recuerdo, además de las fiestas de fin de curso y la composición titulada «Mis vacaciones», que indefectiblemente redactábamos cada 1ro. de septiembre, era la uniformidad: los varones, todos pelados; la camisa, por dentro; la pañoleta, bien anudada; y las niñas, también pulcras y planchadas, con un par de aretes sobrios y algún pulso discreto.

Tal vez esa serenidad en lo físico era la marca distintiva. Y el punto que —como la sal al café con leche— daba la campanada de lo estético. Ni un varón ostentaba una argolla o un pañuelo a la cabeza, ni había saya con dobladillo más arriba de la rodilla. Porque niños éramos, sencillamente, y para cosas de niños estábamos.

Pero el tren de la «modernidad transgresora» es veloz y aplastante. Y tengo la sensación de que no lo he abordado. Quizá, sin percibirlo, me ha pasado por encima. ¡Hum!

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