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El futuro del que hablaba Fidel es hoy

A 20 años del histórico discurso del Comandante en Jefe aquel 17 de noviembre de 2025 en la Universidad de La Habana, urge volver a sus palabras para enfrentar los desafíos del presente

Autor:

Yunet López Ricardo

 

Ella miró la nube de jóvenes que subía la Escalinata de la Universidad de La Habana como un ejército de felicidades conseguidas. Intentó memorizar en la premura los rostros que ascendían los 88 peldaños aquel 17 de noviembre de 2005, y al observarlos, Katiuska Blanco Castiñeira, cercana colaboradora del Comandante en Jefe, no pudo más que decir: «Fidel ha cambiado la historia, antes los muchachos bajaban la Escalinata para tomar las calles, ahora vienen de las calles para tomar la Universidad».

Y es que ese día el líder que un septiembre 60 años atrás había ingresado a la casa de altos estudios, volvía allí para hablarles a los estudiantes. El Aula Magna bullía en una quietud expectante, hasta que de entre las columnas apareció su figura poderosa y familiar. Con 79 años sobre los hombros, el guerrero mantenía el paso firme y la mística inexplicable que lo acompañó siempre.

Lo recibió una ovación sonora, cálida, y unos 20 minutos después de empezado el acto, él apoyó sus manos en el atril de madera y comenzó su discurso. En ese instante, era el símbolo a punto de convertirse en palabra, el gran conductor de pueblos listo para pronunciar verdades difíciles, analizar desafíos presentes y por venir, ofrecer brújulas y guiar, una vez más, al futuro que lo miraba fijamente al amparo del sagrado recinto.

En sus primeras ideas estuvo su preocupación por la vida, por la especie humana, «en un real y verdadero peligro de extinción, y nadie podría asegurar, escuchen bien, nadie podría asegurar que sobreviva a ese peligro». Él, hombre de tan profundos conocimientos y analista como pocos de las crudas realidades del planeta, sentía los riesgos urgentes que corre la humanidad, y los alertaba, sobre todo para crear conciencia sobre su cuidado en las actuales y próximas generaciones.

Sin embargo, su mayor desvelo era Cuba, por la cual se inquietó desde que era un universitario que andaba la Colina con los libros de Marx, cuando, como él mismo dijo esa tarde, no se hablaba todavía de globalización, no existía televisión, internet, las comunicaciones instantáneas de un extremo a otro del planeta, apenas el teléfono y, si acaso, algunos aviones de hélice; pero Fidel ya tenía a esta Isla habitándole el alma.

Muchas fueron sus batallas por ella, inmensa la Revolución que hizo crecer sobre sus cimientos, y de igual tamaño los retos para mantenerla en pie. Por eso aquella jornada invernal, rodeado de juventud, entre los disímiles temas que abordó durante casi seis horas, hubo uno que tocó por primera vez y caló hondo en el sentir de todos:

«¿Creen ustedes que este proceso revolucionario, socialista, puede o no derrumbarse? (Exclamaciones de: “¡No!”)  ¿Lo han pensado alguna vez? ¿Lo pensaron en profundidad? (…).

«¿Puede ser o no irreversible un proceso revolucionario?, ¿cuáles serían las ideas o el grado de conciencia que harían imposible la reversión de un proceso revolucionario? Cuando los que fueron de los primeros, los veteranos, vayan desapareciendo y dando lugar a nuevas generaciones de líderes, ¿qué hacer y cómo hacerlo? Si nosotros, al fin y al cabo, hemos sido testigos de muchos errores, y ni cuenta nos dimos.

«Es tremendo el poder que tiene un dirigente cuando goza de la confianza de las masas, cuando confían en su capacidad. Son terribles las consecuencias de un error de los que más autoridad tienen, y eso ha pasado más de una vez en los procesos revolucionarios.

«Son cosas que uno medita. Estudia la historia, qué pasó aquí, qué pasó allí, qué pasó allá, medita lo que ocurrió hoy y lo que ocurrirá mañana, hacia dónde conducen los procesos de cada país, por dónde marchará el nuestro, cómo marchará, qué papel jugará Cuba en ese proceso (…).

«Este país puede autodestruirse por sí mismo; esta Revolución puede destruirse, los que no pueden destruirla hoy son ellos; nosotros sí, nosotros podemos destruirla, y sería culpa nuestra».

Allí estaba Fidel, tan certero y lúcido como siempre, advirtiendo sobre los abismos, convocando a la reflexión sabia, marcando qué caminos tomar, y alertándonos de que el enemigo más letal no se encuentra a 90 millas, sino bajo nuestro mismo cielo, solapado en deficiencias, corrupción, pérdida de valores éticos, derroche, burocracia y faltas propias, las cuales urge vencer para que avance el socialismo que aspiramos a construir.

Al escucharlo, pareciera que ese discurso lo pronunció ayer, y no a la distancia de 20 años, pues cada frase mantiene plena vigencia. Él hablaba de «un mañana muy próximo», que ya es hoy, donde cada ciudadano viviría, fundamentalmente, de su trabajo y de sus jubilaciones y pensiones; entonces llamaba a «no olvidar jamás a aquellos que durante tantos años fueron nuestra clase obrera y trabajadora, que vivieron décadas de sacrificio, las bandas mercenarias en las montañas, las invasiones como la de Girón, los miles de actos de sabotaje que costaron tantas vidas a nuestros trabajadores cañeros, azucareros, industriales, o en el comercio, o en la marina mercante, o en la pesca, los que de repente eran atacados a cañonazos y a bazucazos, nada más porque éramos cubanos, nada más porque queríamos la independencia, nada más porque queríamos mejorar la suerte de nuestro pueblo».

Fidel pensaba en esos que ahora necesitan más que nunca del resguardo de la Revolución, pues aún en tiempos como estos, de carestías, crisis y desigualdades que emergen, debe ella levantarse con sensibilidad y sacrificio a favor de sus hijos más necesitados.

Allí, en el Aula Magna, el Comandante reconoció los errores, puso ejemplos y llamó a la crítica y autocrítica, a la exigencia constante, y a ser cada vez más fuertes en la siembra de conciencia, de justa ideología en las masas: «Nosotros poseemos otro tipo de armas nucleares, son nuestras ideas; nosotros poseemos armas del poder de las nucleares, es la magnitud de la justicia por la cual luchamos; nosotros poseemos armas nucleares en virtud del poder invencible de las armas morales».

Sabía el Gigante de la dignidad de su gente, confiaba en ellos, reconocía las sombras y era a la vez muy optimista, sobre todo con aquel mañana, nuestro presente, cuando este pueblo, a pesar de la asfixia brutal del imperio, sus problemas y todas las privaciones, jamás abandonaría el combate ni se pondría de rodillas: «(…) lo sabemos todo, y muchos han dicho: “La Revolución no puede; no, esto es imposible; no, esto no hay quien lo arregle”. Pues sí, esto lo va a arreglar el pueblo, esto lo va a arreglar la Revolución, y de qué manera. ¿Es solo una cuestión ética? Sí, es primero que todo una cuestión ética; pero, además, es una cuestión económica vital».

Él convocaba a la decencia, la honestidad, el honor del pueblo y sus dirigentes; también al trabajo duro y la agudeza para sortear los obstáculos y avanzar hacia horizontes más prósperos. Esos valores son los que en estas horas más necesitamos mostrar, pues si las crisis exacerban las miserias humanas, que les salga al paso la moral, la cultura, la integridad y la inteligencia de los hombres dignos. La batalla de hoy es también frente a los vicios, los desvíos de recursos, los robos, la desvergüenza, y contra eso solo puede la fuerza de los valores de los que hablaba Fidel.

Él dirigía la mirada hacia adentro de la Isla, sin dejar de vigilar un instante las ambiciones del Norte: «Han pasado 46 años y la historia de este país se conoce, los habitantes de este país la conocen; la de aquel imperio vecino también, su tamaño, su poder, su fuerza, su riqueza, su tecnología, su dominio sobre el Banco Mundial, su dominio sobre el Fondo Monetario, su dominio sobre las finanzas mundiales, ese país que nos ha impuesto el más férreo e increíble bloqueo (…).

«Les sobran a ellos todos los tanques, y a nosotros no nos sobra ninguno, ¡ninguno!  Toda su tecnología se derrumba, es hielo al mediodía en medio de un parque caluroso. Y otra vez, como cuando teníamos siete fusilitos y pocas balas.  Hoy tenemos mucho más que siete fusiles, tenemos todo un pueblo que ha aprendido a manejar las armas; todo un pueblo que, a pesar de nuestros errores, posee tal nivel de cultura, conocimiento y conciencia que jamás permitiría que este país vuelva a ser una colonia de ellos».

Así, en tono de voz tranquilo, pausado, como un viejo maestro, o un padre, hablaba a los nietos de la Revolución, les abría los ojos y los lanzaba al combate para enfrentar las principales dificultades internas y defender de todos los enemigos lo alcanzado en las últimas cuatro décadas de la Revolución hasta ese momento.

«Es muy justo luchar por eso, y por eso debemos emplear todas nuestras energías, todos nuestros esfuerzos, todo nuestro tiempo para poder decir en la voz de millones o de cientos o de miles de millones: ¡Vale la pena haber nacido!  ¡Vale la pena haber vivido!».

Era ya casi medianoche cuando luego de esta afirmación emocionante rompieron los aplausos finales en el Aula Magna. El líder se alejó del atril, y aquella nube de jóvenes que admiró Katiuska en la tarde lo rodeó contenta hasta que salió a la calle y subió a su auto. Habían transcurrido seis horas históricas con enseñanzas imprescindibles para el futuro. Fidel se marchaba, pero dejaba escrito lo que debemos hacer hoy para resguardar el destino de la nación cubana.

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