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El zapato sucio, 20 años después

La renovada puesta en escena de la obra, a cargo de Teatro D’Dos, se ofrece al público en la sala Raquel Revuelta de la capital cubana

Autor:

Osvaldo Cano

El zapato sucio, obra con la cual Amado del Pino (1960-2017) se alzó con el Premio de Dramaturgia Virgilio Piñera en 2002, regresó a la escena. Julio César Ramírez, director que la estrenó en 2003, es el responsable de este retorno. La renovada propuesta, a cargo de Teatro D’Dos, se ofrece al público en la sala Raquel Revuelta de la capital cubana.

Reflexionando sobre su exitoso texto, Amado del Pino lo definió como «una apropiación poética de lo rural». Lo cierto es que en El zapato sucio el dramaturgo centra su atención en una familia campesina, la cual sufre sucesivos desgarramientos que van del desarraigo a la atomización de sus miembros, entre otras dolorosas experiencias. Un padre y un hijo son los protagonistas de una trama en la cual contienden el pasado y el presente. Ambas etapas son analizadas por Viejo y Muchacho, cada uno de los cuales aporta diferentes y discrepantes perspectivas sobre nuestra realidad.

Estos personajes encarnan los jirones de una familia deshecha. En cada uno de ellos coinciden tanto los fracasos individuales como los drásticos cambios sociales que los desorientan. Muchacho arriba al hogar de su padre con el propósito de resguardarse de las rudezas de la vida. Se propone claudicar, pues se siente abrumado por los contratiempos. Contario a lo que puediera suponerse, es su progenitor quien lo empuja para que se marche y siga peleando por lo que quiere.

Fiel a su poética, Ramírez nos ofrece una puesta en escena minimalista en la cual la cercanía cómplice entre actores y espectadores es una constante. Al retomar El zapato sucio concibe un espectáculo en el cual, aun cuando se aprecian puntos de contacto, resulta diferente al realizado en 2003.

El nuevo montaje renuncia a elementos que le imprimieron a su antecesor un toque naturalista. Ahora el gallo es una sugerencia y no un ave palpable y concreta como lo fue antes. Tampoco los oníricos delirios que nos acercaban a la caótica siquis del confundido muchacho, siguen el mismo rumbo. En esta ocasión se sintetizan y no alcanzan el relieve que tuvieron en 2003, cuando aportaron imágenes fantasmagóricas de los recuerdos de Muchacho, las cuales develaban aspectos clave tanto de la angustiada personalidad del personaje como de su realidad.

Gilberto Ramos aporta una imagen creíble del veterano campesino. Fotos: Julio César Ramírez

Escasos son los elementos que utiliza el experimentado director, quien, sobre el escenario de la sala Raquel Revuelta y siguiendo las pautas del teatro arena, acude apenas a típicos taburetes, una talanquera que hace las veces de estilizada pared delimitadora del espacio de la casa familiar, una jaula vacía, una maleta y un sombrero, entre otros objetos. No hay dudas de que su intención es hacer que el foco de la atención recaiga sobre los actores. Este, que es uno de los ejes cardinales de su concepción del teatro, vuelve a ser una de sus principales premisas.

Ramírez realizó los diseños de vestuario, escenografía y luces. En todos los casos se basó en la estilización y la sugerencia. Añejos boleros vitroleros, corridos mexicanos, junto a otros fragmentos musicales intercalados con acierto, conforman la banda sonora, la cual también fue elaborada por el director. Con ella consigue recrear el ambiente rural, a partir de un discurso sonoro que nos habla de la sensibilidad y las carencias de los protagonistas. Siguiendo  la idea de Amado del Pino, el director trabajó en función de lograr  «una apropiación poética de lo rural». Considero que en varios momentos lo consigue. Por ejemplo, aprecio esto en las atmósferas sugeridas, en la gestualidad de los intérpretes, la opacidad de la iluminación, el mobiliario y otros pequeños pero atinados detalles.

Viejo empuja a Muchacho para que siga luchando por lo que quiere. Fotos: Julio César Ramírez

Aunque, como ya había apuntado, son los actores quienes capitalizan el centro de la atención, el montaje  propone sugestivas imágenes inspiradas en  sucesos clave del acontecer dramático. Entre ellas debo mencionar un momento en el cual el compugido hijo, quien pese a haber estudiado una carrera universitaria en la URSS y disfrutar de un estatus económico aventajado, no consigue orientarse debido a las tribulaciones cotidianas. En dicha escena, Muchacho expone su desconsuelo al ubicarse en un nivel bajo, denotando así su estado de ánimo. Mientras esto ocurre, el anciano padre, menos instruido y más lacerado por la vida, le aconseja, con firmeza y cariño, desde la altura de una suerte de gráfico pedestal. Esta imagen, a la cual se suma el efecto de la luz que ilumina a Viejo, resume buena parte de la escencia de esta pieza desgarrada y lúcida, al mismo tiempo.

Estos vapuleados personajes son asumidos por Gilberto Ramos, quien encarna a Viejo, y Leyter Puig, quien da vida a Muchacho. En la labor de ambos se destaca la contención y sencillez con la cual asumen sus roles. Entre ellos se aprecia la compenetración que proviene del trabajo en equipo. Ramos aporta una imagen creíble del veterano campesino. El andar pausado, los gestos precisos, el apropiado vestuario, las intenciones con las cuales dota a esta criatura, contribuyen a lograr una interpretación en la cual es palpable la naturalidad. En tanto que Puig muestra, con organicidad y desenfado, el contrariado mundo interior de Muchacho, personaje atrapado en sus contradicciones, las cuales lo conducen a no poder disfrutar de lo que ha vivido y logrado por dolerse, precisamente, por todo lo que dejó de hacer por no permanecer en su país. El actor no escoge el camino fácil ni abusa de gestos ni giros o énfasis engañosos, por el contrario, la economía de recursos expresivos es lo que predomina en su desempeño. Esto se complementa con la imagen física que proyecta, en la cual conviven la juventud y el desaliño, la pasión y el desasosiego.

Los actores Gilberto Ramos y Leyder Puig apelan a la contención y sencillez. Fotos: Julio César Ramírez

A más de 20 años de su escritura y estreno, El zapato sucio conserva intacta su vigencia y actualidad. La constante interacción entre el individuo y la sociedad, así como las insatisfacciones, logros, desesperanzas, metas colectivas, intereses personales y un largo etcétera, se conjuran en esta pieza para seguir sosteniendo un diálogo diáfano y profundo con los espectadores. Su reposición a cargo de Teatro D’Dos, colectivo que asumió su estreno absoluto en enero de 2003, es un acierto. Julio César Ramírez aporta a la cartelera teatral habanera un espectáculo dinámico y diáfano, con actuaciones de buena calidad, en el cual el entorno rural sirve de marco propicio para analizar y debatir temas y dilemas de real importancia.

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