Nunca perdió la picardía en la mirada, ni siquiera cuando estuvo en cuidados intensivos, a causa de un tumor cerebral. Autor: Cristian Domínguez Publicado: 21/09/2017 | 06:33 pm
BEJUCAL, Mayabeque.— Con el pelo alborotado, la mochila tocándole las rodillas y compitiendo para ganarle a su papá, llegó a la casa. Era la primera vez que nos veíamos, pero me dio un beso como si hubiésemos jugado juntos alguna mañana. Observó con extrañeza a los visitantes, mas no tardó en dejarse llevar por sus ojos, que quieren saberlo todo y, sin más, me preguntó qué día era mi cumpleaños. «Tres de julio», contesté; y con sorpresa descubrí que nacimos el mismo día.
—Ya voy a cumplir siete, dijo orgulloso.
—Pues yo ya estoy más viejita.
—¿Cuántos?
—25.
Y suspiró como si fueran 89.
«Es muy ocurrente, malcriado, consentido, alegre y callejero; anda todo el barrio en bicicleta», dice Jorge Enrique Romero Viera, su papá. Y es que Arley Enrique Romero Cancino nunca ha perdido la risa alta y la picardía en la mirada, ni siquiera cuando estuvo en cuidados intensivos en el Hospital Pediátrico Juan Manuel Márquez, a causa de un tumor cerebral.
«Despertaba a medianoche con mucho dolor de cabeza, náuseas y vómitos. Los médicos nos explicaron que eran reacciones normales de la anestesia general, pues estaba recién operado de fimosis. Pero qué va, aquellos malestares seguían», dijo.
«Mañana me lo llevo para el hospital», aseguró su mamá, Idalmis Cancino González. Y al otro día amanecieron los padres con el niño en el Materno Infantil Ángel Arturo Aballí. Análisis, pruebas, preocupación, esperanza… y el fondo de ojo reveló que había una mancha oscura.
La tomografía computarizada (TAC) tenía la última palabra. En busca de ese examen Jorge caminó por el pasillo y de lejos reconoció al doctor Rolando Vergara, quien siempre había tratado a Arley y ya más que médico era su amigo.
«Mi hermano, ¿y los resultados?», preguntó. Un abrazo fue la primera respuesta. «Hay problemas con el niño. Tiene un tumorcito. Lo vamos a trasladar al Juan Manuel Márquez», explicó el médico.
«Sentí cómo se me unió el cielo con la tierra. Yo soy hipertenso, a 220 con 190 me subió la presión». El padre quiso asumir el transporte, aunque no pudo. «Ahí está el carro de mi hermano, vamos», le dijo al doctor, el cual lo detuvo. «Explicó que mi hijo en ese momento estaba en las manos de la Salud Pública cubana y eran ellos quienes debían trasladarlo.
«Al mediodía de ese viernes, ya estábamos en el Juan Manuel Márquez», recuerda Jorge.
La noticia del ángel
Al día siguiente, sábado, hasta la cama 17 del séptimo piso llegó con entusiasmo de lunes la especialista en neurocirugía Raisa Herrera Rodríguez. «Vamos, nené, móntate en esa camilla», decía jaranera a quien obedeció sin protestar; e iniciaron otras pruebas.
Arley presentaba un tumor de fosa posterior llamado astrocitoma pilocítico. «Abordar esa área es un gran reto para todos los neurocirujanos, pues en ese corredor pequeño se localizan estructuras muy importantes para el mantenimiento de la vida. Allí están el tallo cerebral, el cuarto ventrículo y estructuras vasculares. Cualquier lesión provocaría la muerte o graves secuelas», asegura Raisa.
La voz de la doctora esa tarde fue firme: «El martes lo operamos».
«Y el día anterior lo pelé yo mismo», dice Jorge. «Al calvo», aclara el niño sin dejar de mover una pelota de fútbol. Aquel martes 14 de abril de 2015 Arley amaneció bravo, majadero y se tapó completo con la sábana, como haciendo una casa que no le permitiera salir.
«Ahí está Santiaguito —un mulato altísimo y fuerte que trabaja en el Grupo Electrógeno del hospital—. Es del cuerpo de seguridad y viene a buscarte. Dale, pórtate bien», le decía su padre. Entonces el niño asomó los ojos: «Van a operarme, pero contigo», propuso.
En los brazos del padre llegó hasta el salón, donde aguardaba el team médico compuesto por anestesiólogos, enfermeros circulantes y las neurocirujanas Raisa y Melba Ávila Estévez. Por ser la más larga, fue la primera operación del día. Transcurrirían desde las 8:00 a.m. cuatro horas de angustia e incertidumbre que solo Tomasita, ayudante de los cirujanos y quien se dice el ángel de los niños, pudo calmar un poco. «Cada 20 minutos tú vienes, te paras en esta puerta, preguntas por Tomasita y yo te voy a decir cómo va la operación», le aseveró a Jorge.
Tal parecía que todos los relojes del mundo estaban oxidados mientras los padres de Arley recorrían una y otra vez el mismo pasillo. «Oigan, la operación ya terminó, ha sido un éxito, ya lo están cosiendo», gritó «el ángel».
«Y ahí nos volvió el alma al cuerpo», confiesa Idalmis.
El mejor regalo de mi vida
Lo trasladaron para terapia intensiva, pero no pudieron verlo. Y al otro día, 15 de abril, Jorge cumplía 43 años. Esa tarde se vistió de verde y entró a la sala en busca de su pequeño. «Mira, Arley, quién viene a verte», aseveró la doctora Raisa. Y dentro del coma en que estaba el niño, le parpadearon los ojos y se movió un poquito.
Por esas señales se movilizó todo el equipo. «Arley, toma el dedo de tu papá y apriétaselo fuerte», indicó la doctora. Y apretó. «Ahora con la otra manito». Y apretó otra vez.
«Vamos a destetar a este chiquillo que acaba de salir del coma», avisó. «Y aquellos médicos, con una organización increíble le quitaron los aparatos, le dieron oxígeno y él se fue incorporando. Eso lo viví yo, ese fue el mejor regalo que pudieran darme en mi cumpleaños, mejor que eso, nada», asegura Jorge.
Luego de la intervención estuvo 23 días en el hospital. Los primeros siete fueron de mucha angustia, todos aguardando el resultado de la biopsia. «Gracias a Dios dio negativo, era un tumor benigno», dice Idalmis.
«Ya esta pelea la ganamos», susurró el padre a la doctora luego de la operación. Pero la neuróloga le rectificó: «No, falta aún la peor parte, la recuperación».
«Las secuelas de una intervención varían, desde estar asintomático hasta quedar en un estado mínimo de conciencia, asistido por ventilación mecánica en los casos más graves. Podría tener de forma transitoria o no trastornos de la conducta, inestabilidad para la marcha, dificultad para hablar, tragar, dismetría, temblor en las extremidades y la cabeza, además de trastornos visuales y del aprendizaje, entre los más frecuentes», argumentó Raisa.
«Quiero jugo de mango», pidió el niño cuando despertó la noche siguiente de la operación; y después de esas palabras Arley no habló más. Estuvo un mes sin decir nada. «¿Quieres hacer pipi?». Y movía el dedito índice en señal de que sí.
Llegó a su casa sin poder hablar ni caminar, pero vivo. «En un sillón de ruedas entramos a la Sala de Rehabilitación de Bejucal. Allí la logopeda Iraidita, Chicha la fisioterapeuta y la sicóloga Albita lo ayudaron todas las mañanas durante tres meses.
«Se esforzaba por pronunciar y estaba loco por caminar; una vez se nos cayó de la cama y nos dimos tremendo susto. Pero hubo un día en que me partió el alma. Lloraba muchísimo y nosotros entonces a explicarle: «Mira, esto es poquito a poquito, tú verás…». Y él, que ya hablaba enredado, gritó: «Yo quiero ser como antes», recuerda el padre.
Perseverancia, paciencia, amor, algunos meses… y el deseo se cumplió. Como si fuera la primera vez, le aplaudieron las palabras y los pasitos.
El amor en bicicleta
Hasta la sala donde conversamos ha traído sus muñecos de peluche. Mami tuvo que mandarlo a bajar la computadora tres veces porque estaba poniendo música alta y la pelota de fútbol no ha estado quieta un momento. La doctora a veces comenta que está falta de dos buenos chancletazos, pero sin dudas es un niño bendito. «No pudo dar preescolar, primero tuvo la enfermedad del beso y luego todo lo demás; pero este septiembre comenzó primer grado», comenta Idalmis.
Liván Alonso Rodríguez es el profesor de 21 años que cada mañana lo recibe en el aula. «En ocasiones sus padres me cuentan que se pone majadero o no quiere dormir, pero la escuela parece tener magia, pues aquí es tranquilo y atiende a todo; le gustan mucho las matemáticas», enuncia.
Aproximadamente 40 niños son operados cada año en el Juan Manuel Márquez con diagnósticos de este tipo. «Gracias a nuevas tecnologías y tratamientos adyuvantes oncológicos, la mayoría de nuestros pacientes tiene mayor esperanza y calidad de vida, a la par de las naciones más desarrolladas», asegura Raisa.
Mami lo besa, papi lo carga, ríen los tres. «Yo soy un camionero y la operación de mi hijo no me costó nada. Agradezco a todos los médicos que tuvieron en sus manos su vida y supieron cuidarla. Yo no tengo queja de un maltrato por un enfermero, ni de nadie. Ante nuestro sistema de salud, a pesar de las dificultades, las carencias, me quito el sombrero; le debo la felicidad de mi familia», asegura Jorge.
—¿Te portas bien en la escuela?
—Sí.
—¿De qué tamaño quieres a mami y papi?
—Mucho.
Y ya no quiso responder más, se montó en una bicicleta verde pequeñita, papi lo impulsó y recorrió veloz aquel camino de polvo y piedra sin temor a una caída. Con el pelo alborotado parqueó cerca; y nos despedimos entonces con un beso agitado, como si hubiésemos jugado juntos alguna mañana.