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Un genio llamado Capablanca

Este 2021 se cumplió un siglo de la irrupción de José Raúl Capablanca en panorama ajedrecístico como campeón del mundo

 

Autor:

Eduardo Grenier Rodríguez

La inteligencia cruda: cincelada a puro cerebro, sin adornos ni embadurnamientos. Nítida como agua de manantial. La habilidad ingénita para resolver a pensamiento cada jugada. Brillantes aperturas, efectivas defensas, los jaques que caen uno tras otro y amenazan, asfixian al oponente... El Mozart del juego ciencia le decían. Capablanca era su nombre.

Todavía le eligen los eruditos de hoy como paradigma: José Raúl, el más grande de los ajedrecistas del mundo, el caballo de las batallas de tableros y escaques. Tiene Cuba el privilegio de haberle parido y tiene él un hueco muy lustroso en la historia deportiva del país que amó.

Su historia está aderezada por un romanticismo peculiar, como piezas que danzan y rompen recias dinastías. Los resultados no mienten y nadie podía pavonearse de vencer a Capablanca y gozar el éxito. Es más, los pocos que vieron rodar el rey del cubano sobre las casillas claras y oscuras, lo hicieron con los dientes bien apretados.

Y sucumbieron a su talento muchos grandes trebejistas sin ofrecer resistencias. Otros eran buenos, buenísimos incluso, tanto que hegemonizaban el juego en los cuatro puntos cardinales, pero él, demostrado quedó en partidas y jugadas maestras, podía calificarse sencillamente como el mejor.

Hace cien años escribieron en los diarios más encumbrados su nombre como campeón del mundo. La noticia sonó cual mantra en las estaciones de radio. Repetían las aperturas y las movidas decisivas de boca en boca. Un joven irreverente, que gozaba de los placeres de la vida y apenas dedicaba al ajedrez unas cuantas horas de su tiempo, destrozaba el caparazón recio de figuras que vivían para estudiar el juego y fortalecer sus conocimientos.

Capablanca era un genio. Y los genios no necesitan demasiados esfuerzos. Guardan la habilidad en los genes y la maestría empírica para solventar cualquier situación. Era un tipo burgués, sí, amante de los placeres lúdicos, de las mujeres y las noches de farra, pero profundamente cubano y vivió a su manera porque así lo quiso y ni siquiera una pizca de indiferencia hacia el juego en determinados momentos contrarrestó la dimensión de su figura.

En 1921, cuando destrozó 27 años de supremacía ininterrumpida de Enmanuel Lasker, ya aseguró un legado en las décadas venideras. Había tumbado al más grande de entonces con una comodidad alucinante. Como si llegar al jaque mate fuese más sencillo que beber un trago de whisky. Pero no le bastó y motivó por los años venideros el asombro de los adeptos del ajedrez.

Su juego no tenía demasiadas complejidades. El repertorio de aperturas y defensas lo dejó para quienes más estudiaban y complementaban la realidad con un mejunje de códigos aprehendidos de manera intencional. El don de Capablanca era la improvisación y la sencillez, pero una sencillez hermosa, tan elegante que hacía parecer al juego más fácil de lo que era. Y por eso la gente lo amaba.

Un siglo después, puede Cuba ufanarse de contar con uno de los tipos más extraordinarios de un deporte igualmente extraordinario. En cualquier plaza del mundo, cuando digan el nombre de Capablanca, tendrán que decir también que esta Isla forma parte inseparable del corazón del juego ciencia.

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