Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La vanguardia en vísperas de la Revolución

Autor:

Graziella Pogolotti

La década de los 50 del pasado siglo se iniciaba bajo el signo de las importantes transformaciones de la historia del planeta derivadas de las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial. Buena parte del mundo había sido asolada en lo material y en lo humano por un conflicto que desembocaba en aterradora amenaza sobre la supervivencia de la especie. 

En Hiroshima y Nagasaki se habían lanzado, como desafío y experimento viviente en la carne de los seres humanos, las primeras bombas atómicas. Muchas víctimas murieron en el momento. Otras arrastrarían padecimientos cancerígenos y los transmitirían a su descendencia. Sobre el dominio de las potencias de antaño, se levantaba la hegemonía creciente del imperialismo norteamericano, a la vez que se desencadenaba en Asia, África y América Latina un extenso movimiento descolonizador respaldado por aires renovadores en el plano de las ideas. Desde el Tercer Mundo colonizado y subdesarrollado se proyectaban las voces de Frantz Fanon y Ho Chi Minh, a las que se añadirían, algo más tarde, las ideas de Fidel Castro y de Ernesto Che Guevara.

Por otra parte, el enfrentamiento al fascismo había reforzado el protagonismo de la izquierda en el plano político, sobre todo, en Europa occidental, en países como Francia e Italia. La articulación de poderosas organizaciones sindicales unitarias favoreció la aprobación de leyes que garantizaban mejores condiciones laborales para los trabajadores. Sin embargo, tal y como lo observó críticamente en aquel entonces Jean Paul Sartre, el empeño por obtener beneficios gremiales se tradujo en el abandono de la primacía que el movimiento obrero tenía que conceder a la formación de la conciencia política, todo lo cual condujo a la fractura de la unidad sindical y a su progresivo debilitamiento.

Para los cubanos, ese era el contexto epocal en el que asomaba el nacimiento de una nueva generación. Éramos apenas veinteañeros, cargados de sueños en el intento por definir proyectos de vida vertebrados a la edificación de la cultura y de la nación. Bruscamente, se abatió sobre nosotros el golpe de Estado de Fulgencio Batista, anuncio de la crisis definitiva de la república neocolonial. Dispersos, carentes de una revista que nos identificara, algunos publicaron sus primeros poemas en Orígenes, otros colaboraron con Ciclón, patrocinada por José Rodríguez Feo y Virgilio Piñera. Como la Victoria de Samotracia, obra clásica de la estatuaria griega, preservada hoy en el Museo del Louvre, con las alas mutiladas, no renunciábamos a proyectarnos hacia el futuro.  Muchos viajaron para completar en otras tierras el aprendizaje necesario.

En el plano individual, algunos colaboraron con el Movimiento 26 de Julio y con el Directorio Revolucionario. Unos pocos militaron en el PSP. Pero todos guardaron distancia respecto a la dictadura a pesar de las propuestas seductoras del Instituto de Bellas Artes, su instrumento en el campo de la cultura.

Como contrapartida a tanta dispersión, la Sociedad Nuestro Tiempo se constituyó en espacio de difusión de ideas, de fragua de proyectos orientados hacia la construcción de un futuro posible. A contrapelo de las circunstancias adversas, el teatro había procurado la renovación de los códigos. El diálogo entre la escena y un público minoritario favoreció la aparición de los fundadores de una dramaturgia nacional.  Desde Nuestro Tiempo, uno de sus animadores, Vicente Revuelta, mediante la publicación de rústicos folletos, ofrecía información acerca de la actividad internacional en el ámbito del teatro. Los compositores tendían un puente entre el movimiento de renovación musical y las búsquedas experimentales que configuraban la contemporaneidad.

Pero el cine se había convertido en la expresión artística de más amplia convocatoria a lo largo del siglo XX. De Europa llegaban los aires renovadores del neorrealismo italiano, a la vez que en Francia se afirmaba la denominada nueva ola. En la Universidad de La Habana, el crítico José Manuel Valdés Rodríguez fomentaba el desarrollo de un observador crítico a través de sus cursos veraniegos sobre el cine, arte e industria de nuestro tiempo, y daba a conocer, a través de funciones mensuales en el anfiteatro del edificio Varona de la propia institución, un muestrario de obras que no encontraban acogida en las salas de exhibición comercial, dominadas por las poderosas distribuidoras norteamericanas.  Allí pudieron conocerse los clásicos de la cinematografía soviética, el cine italiano emergente y las realizaciones mexicanas del Indio Fernández.

Cinéfilos y aspirantes a cineastas soñaban con encontrar los medios para sentar las bases fundacionales de una cinematografía cubana. En Nuestro Tiempo, los futuros organizadores del Icaic hicieron algo más que divulgar ideas. Con recursos rudimentarios, emprendieron la realización de El Mégano, documental que se adentraba en lo profundo de la realidad social del país. Considerado peligroso, fue confiscado por la tiranía.

Eran proyectos que habrían de cristalizar, en términos de formulación de políticas culturales concretas, después del triunfo de la Revolución. En esa «vuelta de la antigua esperanza» se fundían los sueños de conquista de la liberación nacional conculcada, de reivindicación de la justicia social y de construcción de un destinatario para la creación artístico-literaria. Convergieron por ello los integrantes de varias generaciones, de los supervivientes del clan disperso minorista, los poetas de antaño agrupados en torno a la revista Orígenes, hasta los jóvenes que pudieron dar a la publicidad los manuscritos hasta entonces engavetados, los cineastas en ciernes, los teatristas de varios signos estéticos y los artistas plásticos que se expresaban en amplio espectro derivado del influjo del expresionismo, el surrealismo y la abstracción.

Se divulgaron entonces clásicos de la envergadura de El siglo de las luces de Alejo Carpentier, Paradiso de José Lezama Lima y Lo cubano en la poesía de Cintio Vitier. Los representantes de la vanguardia se hicieron cargo de la enseñanza artística. Se desplegó una intensa labor intelectual en el terreno del ensayo, vertebrada en torno a la definición de un concepto de modernidad sustentada en las exigencias de un Tercer Mundo subdesarrollado, víctima de la pesada carga del legado colonial. Siempre subestimado por Próspero, Calibán había tomado la palabra.

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