Petit es uno de los personajes populares más carismáticos y, al mismo tiempo, menos conocidos del segundo tercio del siglo XIX habanero
La primera vez que me topé con su nombre fue en un trabajo de Miguel Barnet. El autor de Biografía de un cimarrón, libro que ya tiene en su haber 90 ediciones, tuvo la suerte de conocer y colaborar con don Fernando Ortiz en los años finales de su vida, y en 1965, cuando todavía vivía el Maestro, se dio a la tarea de recoger el testimonio de santeros, paleros y espiritistas que sirvieron de informantes al llamado Tercer Descubridor de Cuba.
Uno de los entrevistados por Barnet fue el célebre Arcadio Calvo, quien dijo al entonces joven poeta: «Yo no creo que haya nadie en esta República con más claridad que Ortiz. Bueno, por algo tiene el báculo más grande de Cuba, el de André Petit».
Petit es uno de los personajes populares más carismáticos y, al mismo tiempo, menos conocidos del segundo tercio del siglo XIX habanero, se dice en el Catauro de seres míticos y legendarios de Cuba (2025) de Manuel Rivero Glean y colaboradores. Alude ese investigador a su figura legendaria de abakuá, palero, quimbisero, fundador de la religión popular cubana Santo Cristo del Buen Viaje, terciario de la orden de Santo Domingo de Guzmán, vinculado con el Convento de San Francisco de Asís y «brujero famoso», como le llamaba don Fernando…
Se le conocía, asimismo, como Andrés Quimbisa, Cristo Facundo de los Dolores, El Caballero de Color y el Sayón de Santo Domingo. Le llamaban el Maestro… Fundador, en 1857, de una potencia ñáñiga para blancos, conocida como Regla Quimbisa, y que fuera bautizada en 1863 como Bacocó Efor.
Su báculo estaba hecho con ramas de olivo de la Tierra Santa, donde Petit participó, se dice, en un cónclave ecuménico de cardenales. En Roma, conversó en privado con el Papa. Es a partir de ese encuentro que Petit crea, con indulgencia papal, la orden del Santo Cristo del Buen Viaje, introduce el crucifijo en el culto ñáñigo y crea la plaza de Abasí como símbolo del Dios cristiano. Eso hizo, afirma Rivero Glean, que en Cuba se permitieran y respetaran las asociaciones ñáñigas y la relativa tolerancia del clero católico para este brujo mulato. Expresó Fernando Ortiz: «Fue una especie de reforma protestante del ñañiguismo».
Los abakuás habaneros, enterados de los acuerdos de Petit con el jefe de la Iglesia Católica y descontentos con las reformas que amenazaban con invadir un terreno hasta entonces reservado para negros y mulatos, aguardaron, con actitud amenazante, la llegada de Petit al puerto habanero. Petit advirtió desde el barco la agresividad de los que lo esperaban, y con solo levantar su báculo tranquilizó a los conjurados.
Fue su gran triunfo, aseguran los conocedores, porque la iniciativa de Petit contribuyó a la integración de la nación cubana y a enlazar a negros, blancos y mulatos en un mismo conjunto de creencias, ritos y solidaridades, por lo que el ñañiguismo pasó de «asunto de negros» a cosa de cubanos.
¿Realidad o leyenda?
Su figura, dice Rivero Glean, se ha tenido por «incierta y fabulosa», al punto de que monseñor Carlos Manuel de Céspedes, agudo estudioso de la cultura cubana, se preguntaba si un hombre así hubiera podido existir en La Habana del Siglo de las Luces.
Pues sí. Petit pasó de la leyenda a la realidad gracias al tesón investigativo de la escritora María del Carmen Muzio, que halló dos documentos probatorios de importancia excepcional: su fe de bautismo y el certificado de defunción, y de este último su testamento nuncupativo, que es aquel que se entrega oralmente a testigos y se protocoliza ante notario como escritura pública.
Escribe Rivero Glean en la ficha que en su Catauro... dedica a Petit: «… fue uno de los brujos más famosos que tuvo Cuba y del cual se conservan relatos de sus portentosas taumaturgias, afirmó don Ortiz… en tanto que Lydia Cabrera le dedicó un capítulo completo en su obra La sociedad secreta abakuá. La notoriedad del Caballero de Color está referida a dos hechos fundamentales: la fundación de la institución Santo Cristo del Buen Viaje, más conocida como la Regla Quimbisa o Kimbisa… parte de la Regla de Palomonte, en 1843 y la “venta” del secreto abakuá en 1857. Según Lydia Cabrera llevaba en el cielo de la boca o la lengua, la marca de una cruz, estigma de los zahoríes, calificativo que se le dio por sus muchos milagros y poderes mágicos».
Sí, pero no
Los que conocieron a Petit lo evocaron como un pardo alto, delgado, muy inteligente, de facciones finas, buen porte, elegante, afable y de mirada dulce; siempre con bastón y sandalias.
Nació el 27 de noviembre de 1829 y lo bautizaron en enero del año siguiente en la parroquia del Santo Cristo del Buen Viaje. El documento que testimonia el bautismo lo define como un «párvulo esclavo». Sin embargo, en el certificado de defunción se asienta su condición de libre; no de liberto. Se desconoce quién fue su padre. El apellido Petit le viene del de la dueña de su madre, la esclava Juana Mina. Pero se especula que la tal Juana Mina pudo ser una madre ficticia con la que se ocultó, dice Rivero, el «espantoso» pecado de una blanca «juntada» con un hombre no blanco. De cualquier manera, un sacerdote franciscano le enseñó latín, griego, arameo y los secretos de la religión. Dónde recibió esa educación, es algo que no queda claro, como tampoco se precisa en qué iglesia ofició como monaguillo, si es que lo fue.
Muchos lo tenían como un santo. En verdad fue un hombre que dedicó su vida al prójimo y, en especial, a la integración racial. «Tanta fue su consagración, que un mulato apuesto como él que es recordado en los retratos, era célibe, tal como se corresponde con su probable condición de terciario, que profesaban los votos de castidad, pobreza y obediencia».
Rivero recuerda en su Catauro... algunos de los milagros de quien solía sentarse en la Alameda de Paula y pedía limosnas para sus «pobrecitos». Si me das una limosna, te sacarás la lotería, dijo a un transeúnte. El hombre puso en duda lo que Petit le decía y cedió al fin a mucho ruego. Y así fue. Ganó el gordo tres sorteos después.
El ñáñigo Iño Tomián, de la potencia Anamangui Epui, quedó poseído por un espíritu tan fuerte y dominante que no salía de su cuerpo. El padre del sujeto pidió ayuda a André Petit que, dotado de su «negocio» (su amuleto) se enfrentó al muerto en los ojos del poseído y, sin quitarle la mirada, rezó en latín y en lengua carabalí antes de hacerle un despojo y zafarle el muerto a Tomián.
Otra vez aconsejó al abogado de un homicida, condenado a muy severa pena: «Apele al Tribunal Supremo y su defendido quedará libre», lo que ocurrió, en efecto. ¿Cuánto quiere usted por este servicio?, inquirió el letrado. Nada, respondió. Que la familia haga una promesa y quedará muy bien conmigo.
Final lento
Se dice que un día desapareció; se esfumó de sus lugares habituales sin dejar rastro. Pero lo cierto es que murió en 1879, a los 49 años de edad, sin que se conozcan las causas de su fallecimiento. Se lee en una «libreta» de la cofradía del Santo Cristo del Buen Viaje que fue inhumado en el cementerio viejo de Guanabacoa, en el panteón de los sacerdotes de la parroquia de la Asunción, que pasó luego a manos de los franciscanos. En uno de los nichos de la galería subterránea, dice María del Carmen Muzio, se aprecia, ya muy borroso, su nombre.
Pero ese entierro, dicen quimbiseros de Párraga, en Arroyo Naranjo, no pasó de ser un simulacro para librar de sus enemigos a Petit, que murió mucho después. Aserto este, escribe Rivero Glean, que no encaja en la imagen de un hombre que defendió con valentía sus ideas integracionistas frente a los abakuás ortodoxos ni con la del brujo poderoso que dicen que fue.
Del panteón de los franciscanos, en el cementerio de Guanabacoa, un hijo espiritual de André Petit sustrajo su cráneo y, como reliquia, lo llevó a México, donde desapareció.
Copias de su retrato presiden muchas casas-templo, y sus devotos le ofrendan flores. Doce flores blancas con un príncipe negro. O cualquier otra flor, siempre que se le ofrezca con fe.