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Siempre Rita

Rita fue única. Tanto en París como en Nueva York, en México y en Buenos Aires, puso muy alto «el corazón prieto y apretado de la Isla»

Autor:

Ciro Bianchi Ross

 

El gran compositor cubano Gilberto Valdés quiere presentar su música en La Habana y nadie mejor que Rita Montaner para interpretarla. Acepta, ensaya, pero un par de días antes de la función escribe al autor de Tambó y Sangre africana que le resultaría imposible asumir el compromiso, lo que dejaba a Gilberto sin otra alternativa que la de recurrir a la soprano Hortensia Coalla, que empezó rechazando la propuesta para admitirla al final.

El día de la función, la orquesta, bajo la dirección del propio compositor, acomete los primeros acordes, sale a escena la Coalla y, cuando se dispone a cantar, una voz se deja escuchar desde el lunetario.

—Ahora verán ustedes cómo se canta eso…—. Era Rita y se da entonces una situación embarazosa. La música sonaba, la Coalla, tiesa en el escenario sin saber qué hacer, y Rita cantando desde su luneta.

Antonio Beruff Mendieta, alcalde de La Habana, que ocupaba asiento de primera fila (lo acompañaba el crítico musical español Adolfo Salazar), se volvió hacia Rita.

—Señora, si usted no se comporta me veré obligado a ordenar que la saquen de la sala.

—Mira, si tú te atreves a mandar a que me saquen, me quito el zapato y te rompo la cabeza a taconazos—, dijo Rita, y dirigiéndose a Salazar, que se disponía a decir algo, añadió:

—¡Y a ti también te la rompo, ma…cón!

Al fin Rita abandonó la sala, pero la función no llegó a feliz término por una discusión entre los músicos… Y es que, se dijo, Rita había regado allí pimienta de guinea. Ella era así. Dice Miguel Barnet: tenía un ángel en cada ojo y el demonio en la boca.

La Única

En lo que hoy puede considerarse el primer gran boom internacional de música popular cubana, tuvo ella un papel destacadísimo, como también los compositores Moisés Simons y Eliseo Grenet, y el malogrado cantante Fernando Collazo. Impusieron el son en Montmartre y en el Barrio Latino de París; abrieron las puertas a la rumba y al jazz latino y, por tanto, los universalizaron.

«No puede negarse la influencia decisiva que tuvo, el año pasado, la actuación de Rita Montaner en esta invasión de aires tropicales. Rita Montaner en los dominios de lo afrocubano resulta insuperable», escribía Alejo Carpentier desde París, en 1929. Su Mamá Inés convence a los más tibios.

Rita fue única. Tanto en París como en Nueva York, en México y en Buenos Aires, puso muy alto «el corazón prieto y apretado de la Isla». Le llamaban Rita de Cuba y ya en 1942 hacía rato que era conocida por el calificativo de la Única. Rita de Cuba. Rita la Única… «No hay tan adecuado modo de llamarla, si ello se quiere hacer con justicia», escribía Nicolás Guillén. «De Cuba, porque su arte expresa hasta el hondón humano lo verdaderamente nuestro. La Única, pues solo ella, y nadie más, ha hecho del “solar” habanero, de la calle cubana, una categoría universal».

En sus actuaciones buscaba la naturalidad hasta encontrar la naturalidad misma. Su espontaneidad era fruto de un largo y paciente trabajo. Para cantar El manisero, uno de sus grandes éxitos, hizo un boceto a mano, estudió las inflexiones de la voz, dónde esta debía ser suave y dónde rajada, y buscó en qué parte el vendedor quería enamorar a la caserita y en cuál vender realmente su mercancía. Era genuina porque lo genuino le venía de raíz.

Gilberto Valdés, algunas de cuyas páginas son exponentes de lo más alto que se ha escrito en la música popular cubana, confesaría que Rita se quejaba de que su música (la de Gilbert) le dañaba la garganta; se la «rompían» las expresiones bozalonas de los negros, que había que hacerlas con notas agudas. Baró se la destrozaba, decía, al hacer el negro viejo. «Hacía todas esas cosas y lograba maravillas», recodaba el creador de El botellero y Mango mangüé.

Aquella artista que con su simpatía era capaz de meterse al público en el bolsillo era, sin embargo, una mujer triste y solitaria. «Ser su amigo resultaba una prueba de fuego en la amistad», afirma alguien que gozó de su cercanía. Acogió en su casa a Roderico Neyra, el célebre Rodney, cuando le diagnosticaron la lepra, y fue capaz de deshacerse de sus dormilonas de brillantes para sacar del apuro al empresario del teatro Martí, amenazado por los músicos con dejarle la función a medias si no les pagaba.

Supo ser dúctil y respetuosa en la escena. Pero entre la gente de la farándula, Rita, deslenguada y mal geniosa, era tan admirada como temida. De su agresividad e ironía no se libraban siquiera aquellos que pasaban como sus amigos. En un mundo signado por una competencia atroz defendió su lugar con uñas y dientes y fue implacable con los periodistas que le hacían críticas adversas, salía a discutirlos y los cubría con los peores epítetos. «Era tremenda cuando la acorralaban; saltaba a la yugular», recordaba
Félix B. Caignet, el autor de Frutas del Caney, Carabalí y Te odio, de las que Rita hizo verdaderas creaciones.

Rita fue el arte en forma de mujer, dijo Ernesto Lecuona. Anunciarla era tener el teatro lleno por anticipado. Guillén la vio como una pequeña y gran mujer, cuya piel dorada era símbolo de las dos razas que crepitaban en su corazón y les salían a los labios en un mismo hálito de fuego. Para Carpentier, que siguió sus éxitos en París, Rita creó un estilo.

«Nos grita… con su formidable sentido del ritmo canciones arrabaleras… que saben, según los casos, a patio de solar, batey de ingenio, puesto de chinos, fiesta ñáñiga y pirulí premiado… ¡Cuando se ven las cosas desde el extranjero, se comprende más que nunca el valor de ese tesoro popular!». Miguel Barnet es definitivo en su valoración: «Como la ola trabaja en el arrecife, así Rita pule la expresión nacional, con una gesticulación propia y una forma de cantar».

 

Mejor que me calle

Rita Aurelia Montaner Facenda nació en Guanabacoa, el 20 de agosto de 1900. Su padre es un médico distinguido de la villa, un caballero bien plantado; la madre, una mulata bellísima. Conforman una familia acomodada, pero no rica. La niña estudiará piano. Evidencia una facilidad extraordinaria para la música, su técnica es inmejorable. Lee a vuelo de pájaro una pieza musical y la interpreta al piano en primera lectura. Tiene además una voz agradable y bien timbrada, canta a capela y no requiere de entonación previa para hacerlo. Le gusta mucho cantar y cuando lo hace quiere que el salón íntimo y familiar de su casa se convierta, como por arte de magia, en un gran escenario.

A la enseñanza del conservatorio, suma Rita el rico arsenal de música cubana que se escucha en su comunidad, el toque del tambor, el pregón callejero. Solo que un ligero escozor en la garganta le dificulta entonar esos pregones, que serán el más rico tesoro de su repertorio futuro. No se amilana. Alivia el escozor con los trocitos de huelo que va sacando de un vaso de cristal. Con el tiempo sustituye el vaso por un ánfora de plata. Pero el escozar sigue siendo el mismo, quizá peor.

El 10 de octubre de 1922 marca un hito en nuestra historia: se inaugura la radio en Cuba. Allí está Rita, que interpreta Rosas y violetas, de José Mauri, y Presentimiento, de Sánchez de Fuentes. Es la señora Rita Montaner de Fernández, pues cinco años antes, con 17, contrajo matrimonio con el abogado Alberto Fernández Macías, que insistirá en acompañarla a todos sus conciertos, así como antes el padre la llevaba de la mano al conservatorio. Vendrán después otros matrimonios y uniones consensuales, reales o supuestos.

En París, Josephine Baker se cambiaba de ropa entre bastidores para no perderse la actuación de la cubana. Cantó Rita con Al Johson y alternó con Jorge Negrete, Pedro Vargas, Libertad Lamarque… Se movió en lo lírico y en lo popular y se hizo aplaudir en el cine. Muy gustado fue en la radio su personaje de Lengualisa que, con sus bromas picantes, metía el dedo en la llaga de la realidad nacional para concluir con un invariable «mejor que me calle, que no diga nada», que lo decía todo. La TV la tuvo como una de sus figuras principales. Fue una artista, y ahí también está su grandeza, que no decayó.

Murió en plena ascensión, y así lo acreditan su papel en Fiebre de primavera (junio, 1957), su última actuación, y antes (marzo, 1956), su interpretación de Madame Flora, que electrizó a los que la vieron y evidenció cuánto podía aún esperarse de ella si la muerte no se hubiera cruzado en su camino. Falleció el 1ro. de abril de 1958, a los 58 años de edad, de cáncer en la garganta. Con una dramática colecta bajo el lema de «Un centavo para Rita» quiso el pueblo cubano sufragarle el tratamiento médico.

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