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Ni pataleo ni berrinche

Autor:

Juventud Rebelde

En la imaginería nacional, sobre todo en las últimas cuatro décadas, se han desarrollado dos tendencias conocidas como el derecho al pataleo y el derecho al berrinche.

El derecho al pataleo es la versión cubana de una teoría desarrollada por los expertos en comunicación social y denominada complejo de ciclista, para definir a aquellas personas que, inconformes con algo, aunque armaban un pataleo, encorvaban la espalda para no dar la cara.

El derecho al berrinche, por el contrario, es aquella actitud de quien, en desacuerdo con algo, se cabrea con unos cuantos kilowatts de potencia, dice lo que piensa en cualquier parte y a cualquier hora, sin importarle los riesgos que su actitud le puede traer y aunque su arrebato sea casi siempre improductivo.

El derecho al pataleo casi siempre se da en pasillos, en recodos, en círculos cerrados; tiene visos de chisme, se eterniza en una caterva imprecisa, ayuda a crear atmósfera negativa y a sembrar opiniones, cuanto más dispersas y contradictorias, mejor.

El derecho al berrinche se da abierto, es público y extensivo, y el bateo lo mismo se calma rápido, que puede durar horas o días, en dependencia del entrenamiento y la resistencia —física e intelectual— del berrinchoso.

Ambos —pataleo y berrinche—, nacen de una circunstancia personal, de una experiencia negativa sufrida en carne propia, que puede ser perfectamente común a un grupo, a una comunidad, a la ciudad donde se vive o al país entero. Pero casi siempre se quedan en el ámbito individual. El berrinchoso, por lo general, se compra la pelea y si bien no gana adeptos inicia una cruzada —por él y por todos los potenciales perjudicados—, sin ton ni son, sin sistema ni plan, sin eso que llaman dirección por objetivos.

Por lo tanto el berrinchoso rara vez tiene resultados, y cuando los tiene —intangibles— ha sido por cansancio de la otra parte del conflicto.

Es decir, el mal sigue existiendo, y hablando en términos marxistas, no funciona la relación causa-efecto.

Pero el berrinchoso no lo sabe.

En esta Cuba que amamos y padecemos existen a raudales «pataleadores y berrinchosos».

De preferir uno de los dos, opto por los berrinchosos, porque son espontáneos e inmediatos, y hacen suya la vieja sentencia castellana que invita a darle los palos al borrico en el mismo lugar y a la misma hora en que se baja con la burrada de encontrarle problemas a las soluciones y no al revés; y sobre todo porque dan la pelea a cara descubierta, a sabiendas de que puede buscarse problemas. Es un lujo que se dan de vez en vez, y muy caro; pero eso el berrinchoso sí lo sabe.

Y si no, lo aprende rápido.

Son los que cogen lucha contra la arbitrariedad, contra los libretazos, la falta de responsabilidad, de puntualidad y de calidad. Igual la emprende contra los arrogantes, los taimados, los oportunistas, los burócratas, los intocables y los inmunes y un largo etcétera imposible de relacionar aquí y ahora.

Sin embargo, a decir verdad, la pelea de estos tiempos no puede ser de berrinche, sino de acciones concretas, enunciadas —ya se ha dicho— «en el lugar preciso, en el momento adecuado y con argumentos de peso», tras lo cual, por fuerza, habrá que tener resultados. De otro modo estaremos aplicando la «regla del bandazo», otro de los síndromes padecidos en las últimas décadas.

Si la realidad cubana contemporánea, variada y contradictoria, asume que cualquier parto es siempre difícil pero no forzoso, la criatura que sigue siendo Cuba + Revolución + Futuro tendría que desgajar unos cuantos síndromes de vieja data.

Sería una especie de operación milagro del ojo avizor, alerta sobre errores, certezas y previsiones.

Nunca, en verdad, ni pataleos ni berrinches.

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