Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

¿A palabrota y taller?

Autor:

Luis Toledo Sande

Nadie pondrá en duda la voluntad popular con que Silvio Rodríguez, en una canción hecha para condenar la hipocresía burguesa, da un viva a «quien huela a callejuela, a palabrota y taller». Tampoco desconocerá la autenticidad de un pensamiento expresado por un trovador que, lejos de olvidar la semilla de donde viene, y la vida que somos, proclama en otra de sus canciones imborrables: «yo me muero como viví». El énfasis lo pone el autor de este artículo.

Pero aquí se trata un asunto complejo. Los afanes de justicia social deben incluir el derecho a alcanzar mejores condiciones de vida, sin imitar a las clases explotadoras, que solamente lo quieren para sí. Quizá la mayoría de las personas preferirían oler a calle, no a callejuela. Otra cosa son ciertas callecitas, como las inmortalizadas en un tango inolvidable, o las que, trazadas antaño en las juderías de algunas ciudades, son hoy ubicaciones de lujo, por obra y gracia de determinados procesos históricos y mercantiles.

Pero, ¿por qué identificar el olor del taller con el de las palabrotas? Hay talleres y talleres, y en todos vale la pena, la alegría, aspirar a que prosperen los buenos modales. Aunque el operario que se las vea con calderas de acero en fusión no pueda permitirse las delicadezas que exigen un tejido de encaje y una joya fina.

Nosotros no tendremos todos los talleres necesarios, pero palabrotas nos sobran. Conste que este articulista no las repudia: incluso ha reclamado que se cuiden, que no se les agote, para que sigan sirviéndonos cuando, en la soledad o entre personas de confianza, vivamos tragedias como la de martillarnos un dedo. Pero ya se siente tentado a pedir que incluso en las reuniones de colegas se haga de cuando en cuando un ejercicio que va resultando necesario: estar aunque sea media hora sin usar tales vocablos.

El ejercicio no sería para desterrarlos, sino para no acostumbrarnos a la facilidad de superar con ellos trances expresivos que podrían exigirnos un esfuerzo lingüístico útil hasta profesionalmente. Podría ayudarnos a estar mejor preparados en el enfrentamiento de una vulgaridad que parece minarlo todo y acabaría empobreciéndose el espíritu, si es que no nos lo empobrece ya.

Es cierto que ese hecho no se da solamente en nuestro país, y hay testimonios escritos y orales que afirman que esa plaga viene creciendo desde hace muchos años. Pero que sea un mal extendido en el mundo y se haya visto como expresión de reales o presuntas democratizaciones no nos autoriza a quedar indiferentes ante esa realidad: mal de muchos, consuelo de tontos; mal democrático, consuelo de tontos democráticos.

Sus textos, y también algunas de las leyendas que rodean a Antonio Maceo, paradigma del coraje nacional, lo caracterizan como un caballero cuidadoso en el uso del idioma. Y se ha dicho que Ignacio Agramonte regañó a uno de sus oficiales por haber utilizado palabras groseras, que él no permitía en presencia de Amalia, su mujer. El oficial, sorprendido, se disculpó: «Pero si Amalia no está aquí, Mayor», y Agramonte le dijo: «Donde esté yo, está ella». Las leyendas no suelen salir del aire, y pueden ser lecciones.

De aquellos héroes —que deberíamos tener como modelos también por su corrección— se podría decir, según ciertos cánones verbales, que eran damas. Hoy está a la vista que la grosería no tiene sexo ni edad, y llena calles y ómnibus. Se expresa incluso en aulas, a base de gestos y palabrotas. A menudo es una sola, o un par de ellas, que de paso revelan un machismo a ultranza.

Cuba ha invertido en educación recursos que la autorizan a aspirar a que su población no sea ganada por la vulgaridad, sino se libre de ella. Y no estaría bien que la vulgaridad, por muy escandalosa que sea, sirva de pretexto para reprobar o menospreciar el esfuerzo educacional protagonizado por el país. Si lo que ese esfuerzo ha costado en el plano material no se revirtiera en fuerzas y logros productivos que sirvieran para tener más comida, lo justificaría el saldo espiritual generalizado que merecería aportar.

Pero justificar el deterioro de las costumbres como un subproducto fatal de la democratización, no parece tener otro puerto más expedito que las perspectivas elitarias —a menudo racistas— caras a los opresores de todas las épocas. Frente a eso, comulgar con la chabacanería soez, que degrada, es también una manera de abonar un camino en el cual las perspectivas elitistas parecerían una opción mejor para la condición humana.

Entre otros retos que no debe desatender, un país como Cuba tiene ese, que no es el menor de ellos: asegurarse, sobre la base de una adecuada civilidad, un funcionamiento social que haga apetecible la vida en su territorio cuando ya no sea tan absorbente, la lucha diaria por satisfacer necesidades elementales.

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