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La escritura, vértigo de la memoria

Autor:

Juventud Rebelde

Afuera es noche y llueve tanto, dice el viejo tango acompañante. Dentro, café y librero. Saco un libro. Pero hoy me da vértigo pensar en el tiempo transcurrido entre el primer intento del hombre por dejar su huella en el mundo, la maravilla luego concretizada en pliegos y este simple gesto de agarrar un volumen. Es como si estrechara las manos de quienes me precedieron. Me veo ante la sacra magnificencia de las cuevas de Altamira, esa Capilla Sixtina de la Edad de Piedra, sus toros de estática gesticulación para la exacta pedrada del más auténtico ancestro de Cervantes, Proust, Joyce y —respetemos las disciplinas— el cazador Hemingway. Esas pictografías, primer intento de sintetizar un sueño, exaltaron la sobrevivencia ganada en la caza del ciervo, el jabalí, el bisonte. Fue una aventura que captó la aventura.

Mi noche se hace pesadilla reconfortante hasta llegar al oficio de editor, invento que suma siglos. El espontáneo gesto de acercar un libro me lleva al artista, al brujo, al incipiente narrador que consignaba un suceso sin imaginar que novelaba la vida. Observo rasgos de envidiable belleza, recurso mnemotécnico para comunicar con hombres o divinidades, signos, letras, la escritura. Los jeroglíficos me llevan a los de mayas y aztecas, a los egipcios. Camino junto a dólmenes y menhires con el atrevimiento de apropiarme imborrables victorias. Las tumbas faraónicas son cánticos porque en sus muros funerarios el hombre sintetizó su tránsito por la tierra, aunque en una bacanal necrófila.

Toco los quipos de los antiguos peruanos, tontamente llamados prehistóricos por quienes somos post-ellos —«pueblos despreciados antes que comprendidos», me dice el Inca Garcilaso. Sus cuerdas y nudos multicolores suman una voluntad que burla el escarnio. Y tropiezo con un wampum de los iroqueses. En mi mano es un cáliz sagrado, más que collar o cinturón de humilde fibra vegetal, tira de papel o conchas, son monedas o contratos, siempre afán de comunicación. Apoyo mi ignorancia de siglos en un stikmessgage australiano, sus signos persisten como mandatos y noticias, hoy interrogante orgullosa de sus ancestros.

Todo, simple escritura antigua a los ojos del profano. Dibujó el pensamiento de mis abuelos. Sus animales y plantas apenas esbozados se repiten en los que me rodean, partícipes del mismo asombro, aunque acceden a otras apelaciones. Sus astros intuidos, no leídos, dignifican la sorpresa del tiempo y sus enigmas. De la mano de Champolion leo jeroglíficos, escrituras demótica y griega en la Piedra de Roseta, junto al Nilo, hallada por un capitán bonapartista cuya trascendencia, qué importan cañones e infanterías, se estatiza en ese asombro perdurable, relampagazo de una anunciación. El frenesí mortuorio de la guerra deviene alumbramiento de un jirón historiado.

Me inclino ante la escritura hierática de los sacerdotes, suma de figuras donde el rey Oh Khnum, señor del alto y el bajo Egipto, se hermana al rayo, al sol, a la tierra, cosmogonía que magnifica sentencias. Estoy en los contornos de las cosas, sus combinaciones. Pero esa escritura todavía no me permite la rapidez, compañera del desarrollo. Necesito una línea cargada de significados, que permita el trazo sin levantar mi instrumento y llegue a la escritura demótica del siglo IX antes de Cristo. Ya puedo representar con celeridad, pero no asocio mi mano a mi voz y mi oído, sentidos con que ordeno y suplico, escucho el canto del río, el zumbar de las flechas y el llanto del recién nacido. Todo eso quiero apresarlo en mi escritura.

La ansiedad por plasmar el pensamiento —que me separa del reptil y del águila—, me convierte en indagador de mí mismo. Divido mi voz en sonidos que algún sabio posterior denominará sílabas, algo tan espontáneo como la respiración. Y descubro la escritura fonética. Esas sílabas, descompuestas en constantes sonoras, las letras, se revelan como hallazgo deslumbrante. Mi júbilo aúna los fragmentos, escalones de sabiduría. Soy fenicio por el bondadoso Mediterráneo. Sumo sapiencias egipcias y semitas para que Moisés, mi príncipe, me obsequie un alfabeto con 22 signos, cada uno con sonido propio. Su voz vence la resistencia de la piedra, se hace ley. Es el milagro del entendimiento sobre muertos y naciones, vincula el terror a la bondad. Hebreos y arameos enriquecen mi experiencia. De la usanza semítica, como brazos de un río, asoman el árabe y el griego. En mis naves se multiplican.

Las sílabas fragmentarias entonan cánticos dóricos, áticos, jónicos, y aprenden la tersura del latín. Hablan en términos de imperio. ¿Qué etrusco y qué helénico requirió la dureza de la corona? La ansiedad por comprenderse reconcilia a los hombres que escriben de derecha a izquierda, o a la inversa, con las variantes capital, uncial, semiuncial y minúscula. Mi nombre escrito resulta de una mudez sonora, contaminante. Frontispicios y documentos registran estadios que me favorecen. Un códice y sus ornamentadas iniciales cuentan la historia de abuelos que emergen del odio. La armonía de letras cuadradas o rústicas historia cada gesto, su desgarramiento. Si triunfo, mi nombre decora capiteles. Si la derrota me esclaviza, signos desmañados constatan la ofensa. «Está escrito», repiten.

Incesantes profecías exigen la continuidad de la palabra que exalta o envilece. La servidumbre propicia la hoguera, el amanuense lo memoriza en caracteres longobardos, visigóticos, merovingios. De ese árbol múltiple eclosionan Dante, Cervantes, Racine, Shakespeare. La diáspora de las ideas lo es también de las letras. Un obispo godo, Ulfilas, junta signos griegos y latinos para su alfabeto. En nombre de Dios, Recaredo ordena la destrucción de libros arríanos, crimen que corresponde a la justicia. La Biblia de Ulfilas no sobrevive a tan sacras hogueras, pero sí el Codex Argentus, en plata sobre vitela púrpura, lujo extremo para la evocación de la pobreza y la bondad en cuatro Evangelios. La intransigencia traduce la palabra santificada.

El tránsito solo interesa a los eruditos, pero un señor de cabalgadura, Carlomagno, restablece el Sacro Imperio Romano y su inteligencia reclama la fijación de un estilo. En San Martin de Tours una escuela de copistas magnifica miniaturas, festín de estilos para comprimir la historia. Las letras se inclinan para entrar por las ojivas, pero ni los godos del Bajo Danubio ni los germanos son sus padres —pregón demasiado repetido—, sino la escritura nórdica, enamorada de las catedrales francesas. Alemania la toma como propia, le diseña otro destino, puente de los amanuenses a la imprenta. Largas jornadas entre ángelus y responsos encorvan a hombres junto a velones escurridizos. Alguien lee con voz pausada para ganarle terreno a las tinieblas. Las formas van del textus a la redonda, la cursiva, la gótica redondeada. El destinatario puede agraciar con un mecenazgo a la hacendosa orden monástica. Por ese favor entra un humanismo más apegado a los hombres que a las divinidades.

En una cabalgata de luz, el hombre renace, inicia la recuperación de su propio perfil, un aprendizaje más certero de su pasado, la mirada puesta en las dimensiones de su propio cuerpo, en la continuidad de la prole. La letra vive un tránsito de la belleza a la legibilidad. Todavía es cuestión de ilustrados. La xilografía y la imprenta aceleran el estudio de los códices y se reflejan en inscripciones lapidarias. Proliferan abecedarios y estilos. En la clarinada ya no se distingue dónde extiende su mano la escritura y dónde la impresión. Calígrafos y amanuenses innovan signos, los limpian y armonizan. La geometría viene en auxilio de la letra, matemáticos y juristas la valoran. Junto a párrafos cada vez más delineados, se fusionan arte y ciencia. Felice Feliciano de Verona entrega su Alphabetum Romanum, Damián Moyllus sus regias prácticas, el franciscano Lucas Pacioli lo ayuda. Da Vinci publica en Venecia su tratado De Divina Proportione.

Se maridan las artes aplicadas y la gráfica. Es tema donde brillan Torniello, Arrighi, Tagliente, Juan de Iciar, José de Casanova, Verini, Palatino, Ruano, Ortiz de Bujedo, Cresci, Hercolani, Francisco Lucas, Gerard Mercator. Un tratado sobre los alfabetos romano y gótico provoca encendidas apelaciones y un joven alemán, que será príncipe del grabado, Alberto Durero, afirma que la fantasía y la realidad pueden juntarse en una forma perdurable. El francés Geoffroy Tory teoriza sobre armonías entre el cuerpo humano y las letras, en su exaltado libro Champ fleury. El hombre ha ganado una extensión de sí mismo, algo que le permite conocerse, exaltarse, colocarse de verdad en el centro de todas las cosas. Y con él la letra, la repetición de los humildes vocablos, ya cuerpos, ya con su propia sombra. Sin abandonar preocupaciones trascendentalistas, la letra aprende a semejarse al hombre, con él expande sus huellas en el tiempo. Si el hombre es la medida de todas las cosas, como afirma el irreverente Renacimiento, la letra le aporta un aura que canta a su pertinencia creadora.

El noviazgo de la escritura y el hombre marca rumbos y, en un acercamiento detallado, los pasos de una historia que puede ser ingrata o triunfal. Toda ella en la mano que en la noche busca el día. Pliegos crujientes, papiros, rollos encintados, con leyes como mosaicos. El libro, concreción de la memoria. Lo tomo del estante mientras no cesa el tango acompañante: afuera es noche y llueve tanto...

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