Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Palabras que van y vienen

La expresiones de cortesía son frases indispensables para la comunicación que debemos enseñar a los niños desde edades tempranas

Autor:

Juventud Rebelde

Se cuenta que en Francia, en aquellos días de guillotinas, una dama de la nobleza, ya junto al cadalso, pisó, sin querer, el pie del verdugo que iba a ejecutarla. De sus labios salió un: «Perdone usted, señor», que sorprendió a todos. Cualquier cubano de estos tiempos exclamaría con unas palabras de moda: «¡No hay que exagerar!». Pero la realidad es que las expresiones de cortesía se interiorizan de tal modo, que brotan, sin pensarlas casi. Son conductas estereotipadas. Debemos enseñar a los niños, desde muy pequeños, esas frases tan útiles —indispensables, pienso— para la comunicación. Recordemos aquella verdad irrebatible: «El hombre es un ser social».

Muchos han adoptado la costumbre de mudarse a las aceras. Quizá sea a causa del calor; pero como Cuba es un eterno verano, despídete de los peces de colores. Para ir de un sitio a otro, has de sortear mesas de dominó, «planes tareco» individuales, microagromercados, vendedores que te susurran al oído: «su vela, su huevo, su comino, su íntima», mecánicos afanados en el arreglo de sus carros, criaturas que almuerzan en los quicios, bajo la amenaza de: «si no te lo comes, se lo doy a la señora», y ves, con horror, de pronto, frente a ti, la cuchara rebosante del puré de frijoles negros, dispuesta a chorrearte el vestido recién estrenado. Hay también, ¿cómo no?, peñas deportivas improvisadas, adolescentes que «¡batean, mami, batean!», ¡una verdadera locura! Siempre que paso, pido permiso —sonrío, eso es importante; hay quien lo hace con cara de poquísimos amigos. Así no funciona—, y aunque unos ni me escuchan, siempre alguno me contesta: «Es suyo» o «usted lo tiene».

«Gracias», «de nada», «por favor», «perdone usted», «buenos días», «¿cómo estás?», que andan perdidos por ahí, quién sabe dónde, deben aparecer. Emprendamos su búsqueda y captura, sin pérdida de tiempo.

Otra cuestión: Si sabemos que a alguien le disgustan las libras de menos, o le agobian las sobrantes, no lo recibamos con: «¡Ay!, qué manera de adelgazar!», «oye, ¿tú piensas seguir engordando?» Nunca he entendido qué malsana intención anima a esos agresores del sentimiento. Una pudiera decirles tantas cosas, pero calla, por no ser como ellos. ¿Se creerán perfectos? Propongámonos agradar, claro está, sin hipocresía: la gente descubre la insinceridad, con la misma rapidez con que los perros descubren el miedo.

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