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Festival de Cine Francés en Cuba ratifica su calidad y atracción

Autor:

Rufo Caballero

Los problemas de la existencia, la búsqueda de la felicidad y la actitud frente al amor o el desamor siguen siendo los temas máximos de esta  cinematografía que representa la mayor alternativa mundial frente al cine de peripecias y meros sobresaltos físicos

A días de finalizar el Festival de Cine Francés en Cuba, en su edición número 12, son varias las certezas que afloran: el evento se ha convertido en uno de los grandes acontecimientos culturales de la Isla (con el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano y el Festival de Cine Pobre, arma la tríada de grandes sucesos relacionados con el cine); están en perfecto estado de salud los maestros, quienes continúan realizando filmes cualificados y sorprendentes; los problemas de la existencia, la búsqueda de la felicidad y la actitud frente al amor o el desamor siguen siendo los temas máximos de una cinematografía que representa la mayor alternativa mundial frente al cine de peripecias y meros sobresaltos físicos; el cine francés sigue ofreciendo una enorme cantidad de actuaciones sólidas, virtuosas; la dramaturgia cruzada, donde se funden y confunden las historias de los personajes y las subtramas, el protagonismo atomizado, llegan a ser, también en Francia, la forma de exposición que prefiere el cine contemporáneo. Curiosamente, por esta vez, en la propia dramaturgia se concentran los principales escollos de las películas no felices: que sean audaces, o lo intenten, no quiere decir que sean buenas.

Corazones, París, Un cuento de Navidad, Los testigos y Amores modernos entregan, de distinta manera, un coro de personajes. Si las dos primeras entretejen un grupo de historias y de personajes como un puzzle gozoso alrededor de seres entrañables que se las juegan todas con tal de encontrar el amor, Un cuento... nos adentra en el coro de voces de una misma familia, mientras Amores modernos incrusta este tipo de estructura en un juego de cine dentro del cine bastante atractivo. Si en el caso de Alain Resnais deslumbra, again, una maestría fuera de la menor duda, París, de Cédric Klapisch, se resiente, lamentablemente, por los ripios dramatúrgicos. Con personajes igual de nobles y de bien actuados, el filme de Klapisch no sale airoso por la torpeza con que aletea en un tipo de composición dramatúrgica que obviamente le seduce pero que no sabe resolver: varios personajes importantes (anunciados como tales, ¿para qué?) se quedan en el camino y eso a nadie le importa, salvo al espectador. De otro lado, llega un momento en que cambia la narración pero no la enunciación: los protagonistas siguen dando volteretas, para buscar siempre lo mismo. La película empieza a padecer un mareo retórico y de tono que tampoco es contrarrestado por el sucio montaje. Una verdadera pena de naufragio.

Si a París le faltan, además de tijeras, muchas otras cosas, de haber editado una media hora, Un cuento... habría sido un filme perfecto. El cine francés pasea una competente galería de personajes muy bien construidos psicológicamente, complejos, contradictorios, redondos, nunca lineales. Esta película dirigida por Arnaud Desplechin, corrosiva, cáustica con la mirada rosa a la tradición de la familia francesa, expone, por el contrario, no pocos enconos, miserias, odios, torceduras, sombras y zancadillas al centro de la primera célula social francesa. Lo mejor está, sin embargo, en el mecanismo revulsivo que la cinta pulsa: parece un rosario de calamidades sobre un poco de monstruos que luchan por dinamitar el núcleo familiar, cuando en el fondo es una película sobre la belleza que habita en esos seres. Dos personajes para recordar: aquel que, sin el menor egoísmo, con tal de mitigar el desamor de su primo Iván, es capaz de cederle a la mujer que ambos desean; y el personaje de la hermana que no puede amar ni agradecer la vida porque solo sabe odiar, en lo que el padre trata todo el tiempo de despertarle sentimientos de otra naturaleza. Qué película tan bien escrita, donde el postulado parece decirnos que así como en un mundo edénico palpita el germen posible del mal, en medio de lo pútrido y lo salvaje persiste también el remanso y la belleza.

El problema de Los testigos es de otro tipo. El maestro André Téchiné regresa aquí a su gusto por la sexualidad ambigua, los devaneos y la riqueza de la condición bisexual, el descubrimiento de posibilidades otras para eso que llaman «la orientación sexual»; aristas que hicieran de su recordada Los juncos salvajes una película muy especial. El maestro vuelve a dirigir aquí con un gusto, un tono y una precisión de lo fílmico envidiables, pero lo traiciona su propósito. Cuando el personaje de la escritora confiesa su objetivo de que «el centro» de su historia se desplace todo el tiempo, Téchiné está compartiendo, un poco puerilmente, su misma coartada a lo largo de todo este filme. El problema está en que «el centro» se desplaza tanto, pero tanto, que uno nunca llega a saber de qué va esta película. A mi juicio, lo más interesante es la reflexión sobre la comprensión o el egoísmo (ella entiende que él pueda tener un amante; sin embargo, él es incapaz de comprender que ella solo pueda alejar ese trauma escribiéndolo), sobre el exorcismo que comporta el poder de la escritura; pero ese posible tema pugna y puja al lado de muchos otros: la asunción del costado dormido de la sexualidad, la actitud frente al sida, la soledad del gay de la tercera edad, etc., etc. Son tantos los tópicos que importan a su majestad, Téchiné, que tocan a rebato y lo mucho se vuelve nada. Otra vez entendemos que más no siempre es más. Algo que le sucede también a la modesta, e igualmente perdida, Está todo perdonado (Mia Hansen-Love), un grupo de apuntes sobre la condición humana y la necesidad de entendimiento de las razones del Otro; apuntes tan pertinentes como dispersos, tan abstractos como poco incisivos.

Otra película con un abordaje honesto y penetrante de la sexualidad es El nacimiento de los pulpos, de Céline Sciamma; realmente de lo mejor que se ha podido ver por estos días. En una clave minimalista que desconoce los excesos y los acentos para en cambio prodigar sutilezas en cada fotograma, el filme trata la incertidumbre de la floración del deseo en los días de la pubertad o la primera juventud, y son maravillosos los caracteres que consigue: la calentona que al final baila sola, la chica que descubre a otra muchacha como destino de su deseo, la joven que no sabe cómo granjearse al muchacho que le gusta. El desconcierto, la zozobra, la confusión profunda de estos años es apresada por la Sciamma con suma complejidad: sus personajes no son héroes ni villanos, ejemplares ni demoníacos: viven a expensas de un conjunto de dudas, vacilaciones, arrojos, emociones encontradas, como en la vida misma. El nacimiento...: Una bellísima película.

En Téchiné y en Sciamma hay que aplaudir la valentía y la virtud con que afrontan ciertas zonas consideradas tabúes por los patrones y paradigmas de una estrecha «normalidad». En el caso de Los testigos, resulta rescatable la aproximación gradual del policía y el joven gay, por ejemplo. Y eso merece destacarse, entre tantos filmes llenos de fantasmas ideológicos y de mezquindades en relación con el Otro. Digamos, La habitación de los muertos, thriller que no suscita espanto sino que resulta espantoso él mismo. No solo por deslavazado y descafeinado en el estilo: hay que ver la homofobia de este intento de thriller gótico, escatológico más allá de sus intenciones, sobre los desmanes de un par de lesbianas satánicas. Padrino, por tu madre, quítame esta sal de encima. Es esta una de esas pocas películas que uno quemaría: más que por su impeorable hechura, por la equivocada filosofía sobre el mundo que defiende a capa y espada.

Aunque en este Festival uno se ha hecho, varias veces, preguntas parecidas: ¿Por qué, en Amores modernos, tiene que fracasar el amor entre una muchacha heterosexual y un chico homosexual? ¿Por qué el chico está plasmado con los estereotipos habituales alrededor del gay: la perfección, la manía, la sensibilidad que abruma? Allí donde Téchiné comprende el comportamiento no definitivo ni cerrado de las identidades, la dirección de Stéphane Kazandjian debería pasar un cursito con Mariela Castro, para que comprendiera ese complejo universo de afluentes y de opciones abiertas que supone la sexualidad humana. Otra pregunta: ¿Por qué en París los negros son meros trazos, de unos inmigrantes irrealizados? ¿Por qué a Juliette Binoche no puede gustarle el negrón feo? ¿Por qué tenía que ser tan feo? ¿A qué reproducir el esquema de la bella y la bestia? Aún en el caso de que no fuera precisamente Jude Law, ¿por qué no puede gustarle a la Binoche? No conozco a Juliette Binoche, pero me temo que las relaciones humanas son bastante más ricas que el encuentro de los lindos con los lindos, de los europeos con los europeos. Sé que tengo alma de demócrata y me fascina que se amen los unos a los otros, sin miramientos, pero la verdad es que por esta vez asomaba la patica fascista por detrás de argumentos que iban de humanistas.

Películas fallidas no son lo que ha faltado. Por ejemplo, La France, un ensayo interesante (otra regularidad: la naturalidad con que entran las canciones y las interpretaciones musicales al discurrir de la historia, algo usual en el cine de los últimos años; recuérdese la también francesa Canciones de amor) pero aquejado por la pedantería de la densidad a toda costa; política según la cual mientras más lerdo y pesado resulta un filme, más se ratifica su vanguardia. Eso por no detenernos en la antojadiza aparición del amante al final, como caído del cielo, en el paisaje después de la batalla. No creo sea una buena película La France, para nada; a pesar de que satisfaga la apetencia por lo distinto, por lo pesadamente distinto, de ciertos diletantes que se abanican con la densidad, en lo que otros nos fatigamos (más en el cine Riviera, donde no hay aire acondicionado).

Entretanto, Crimen de autor dejó sin aliento a más de un sorprendido con la salud mental y estética del maestro Claude Lelouch, otro que resiste, en forma, el embate de los tiempos. En un filme que bien pudiera llamarse Cine de autor, el calígrafo ofrece una recia lección de estilo, cuando en cada escena hace girar sutilmente las expectativas del espectador, juega con ellas a lo largo del metraje, y despliega una penetrante parábola sobre la crisis de la autenticidad y del autor —ya no del viejo mito de la originalidad— en el mundo contemporáneo, encarnada en personajes ricos, que no son abstracciones sino sujetos con vida propia y plena. Además de la soberbia clase de cine dictada otra vez por Lelouch, en cuanto a guión, montaje y dirección de actores, en una película donde no sobra ni falta un plano, y donde el interés mantiene en vilo al espectador así haya salido de padecer La France, a más de una Fanny Ardant para lamerse los dedos, llama la atención la limpieza ética del maestro. Al principio, pareciera que repite un deleznable ejercicio de casting (los actores feos y medio enanos interpretan a psicópatas, asesinos en series y otras hierbas), pero según avanza el metraje comprenderemos que ese sujeto de breve estatura y presuntamente feo es uno de los seres más justos, genuinos y con razones poderosas de toda la historia. En medio de un mundo tan jodido por las exclusiones, no me resulta precisamente una nota ociosa.

Con dos grandes películas para recordar, tres o cuatro excelentes aunque con faltas de ortografía, y siete u ocho recuperables, el Festival de Cine Francés continúa siendo un lujazo para los cubanos. Si el mejor perfume francés viene en frasco chiquito, junio es una bocanada de aire fresco, un soplo de espiritualidad y buen cine, sobre todo en relación con un año televisivo que transcurre bastante a merced de las emociones dudosamente fuertes en el cine gringo de peripecias. Opciones, alternativas culturales que los cubanos hemos aprendido a agradecer.

El Palmarés del crítico

Mejor película: El nacimiento de los pulpos, de Céline Sciamma. Mejor dirección: Claude Lelouch, por Crimen de autor. Mejor guión: Compartido: Arnaud Desplechin y Emmanuel Bordieu, por Un cuento de Navidad, y Jean-Michel Ribes, por Corazones. Actuaciones: El elenco de Los testigos. Foto: Christophe Beaucarne, por París. Arte: Corazones. Banda sonora: Crimen de autor. Montaje: Charlotte Lecoeur y Stéphane Mazalaigue, por Crimen de autor.

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