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Ida Haendel: temperamento y magia

El pasado 30 de junio murió la mítica violinista, cuya existencia es, en parte, la historia musical, social y humana del siglo XX

Autor:

Adrián Pellegrini del Riego

El último día de junio fue un poco triste. Digo un poco, porque decir mucho es sobrepasar la línea del principio de Relatividad, que tanto acompaña la respiración del Cosmos, y por ende, de los seres y las cosas que lo habitamos. El 30 de junio murió la gran violinista Ida Haendel, amiga querida. Uso la palabra muerte, pero, ¿en realidad alguien sabe o ha sabido alguna vez qué es la muerte, cuando todo parece indicar que no conoceremos ni siquiera nuestra propia muerte? ¿Y es que acaso puede conocerse algo inexistente?

Siempre he sentido que cuando un gran músico abandona este mundo, una sinfonía cae desde el cielo y esparce una cascada de sonidos que, cual sarta de perlas en el aire, prosiguen sonando, cada siglo tras otro, entre los vivos, como si de un concierto interminable se tratase. La música no nace ni muere, la música siempre ha estado ahí, y continúa. El silencio, que es su esencia física porque es lo que separa cada tono y semitono entre sí, es su armadura principal, el cemento de su arquitectura. Pero Ida, quien bien conocía todo esto, no ha partido en silencio, precisamente. Su historia personal es demasiado la historia musical, social y humana del siglo XX.

Aquella niña judía nació en una pequeña ciudad polaca, hija de un pintor que abandonó su carrera para dedicarse por entero a la de una niña prodigio, que a los tres años comenzó a tocar el violín y a los cinco ganó el concurso Hubermann, y que tiempo más tarde ofrecería incontables conciertos en los frentes de guerra de la Segunda Guerra Mundial, para las tropas británicas y americanas. Poseedora y poseída por un espíritu indomable, dentro de un cuerpo humano pequeño, enemiga del miedo y la desidia, Ida Haendelserá recordada por su genio musical y la persona mágica que habitaba en su ser.

Una personalidad excéntrica per se, porque era inevitable que aquella mujer devenida violín, aquel violín humanizado, no llamara la atención por donde pasaba, tomando desprevenido a más de un adversario que le pronosticó la pérdida de sus facultades musicales, y que para sorpresa de todos, solo comenzó a perder a una edad en la que muchos intérpretes hace tiempo han pasado al retiro. Una persona, cuyo único amante y esposo fue ese caballero místico y amaderado de cuatro cuerdas, que canta la historia de los árboles de los que está fabricado, que es un poco la historia de la tierra.

La célebre Ida Haendel junto a Adrián Pellegrini del Riego, en Estados Unidos, 2011.

No todos tienen el valor de unirse a semejante amor. Es un amor que con frecuencia hace perder la cabeza a más de uno/una, y que puede ser recordado eternamente, u olvidado en pocos años. El violín posee el alma del que lo toca. Ida no conoció en toda su vida otro amor. Al menos así me lo confesó en el año 2011, en Estados Unidos, mientras la acompañaba al concierto de un gran pianista cubano y universal que fue quien casualmente me la presentó. Jorge Luis Prats, otro genio, pero del piano, y persona genial detrás del músico que es él mismo, tiene mucho en común con Ida. A los dos les acompaña la música y la soledad. Una puede ser compañera amable y temible de sonidos, la otra suele ser la hermana sincera de los grandes espíritus, que resultan insoportables para los corazones tibios y mediocres. Por suerte, el resultado de esa suma es la gran música, la única que existe y perdurará por los siglos de los siglos.

Memorables son, entre otros, sus interpretaciones de Brahms, sus conciertos con Rafael Kubelik, y también bajo la batuta de Sergiu Celibidache. Y sobre todo, su alta valoración por el repertorio del siglo XX, que la llevó a ser promotora y estudiosa de la obra de Benjamin Britten, Béla Bartók, o el británico Willian Walton. Siempre a la vanguardia, Ida defendió su condición de mujer y artista independiente, de intérprete libre de los excesos del virtuosismo descontrolado, que es la más peligrosa frontera en donde más de un gran músico se ha perdido para convertirse en un fenómeno de circo, desvirtuando la materia misma de la música.

Trotamundos apasionada, vivió en muchos lugares y todos los sitios la marcaron, adelantándose en el tiempo que hoy conceptualiza a un ciudadano como ser global. Todavía con siete décadas de vida se le podía ver llegar al hotel de Tokyo, Japón, caminando con su inseparable violín Stradivarius en el estuche, y con 80 años descubrirla en Venezuela junto a los jóvenes de la orquesta Simón Bolívar. Ida Haendel creía en la reencarnación, y contaba que en su vida anterior había sido una violinista, que toda su vida actual parecíale haberla vivido antes. Son destellos de recuerdos, decía.

Al comienzo de este escrito he dicho que estaba triste. Pero también estoy alegre, porque la alegría de escuchar a Ida Haendel y su enorme y cálido tono, la tendrán los hombres y mujeres que habitarán los mundos futuros donde la humanidad tendrá su cuna, incluso cuando el escriba de estas líneas ya no esté. Alegre porque sé que ahora, Ida toca su violín entre las constelaciones de la noche, juega a disfrazarse con el polvo de la galaxia, que es la raíz de la Luz. Y porque sé que me estará esperando en una sala de conciertos ideal, con sección de fumadores incluida, y donde todos sus amores, finalmente están y le aplauden. Ella ha llegado finalmente al País del Sol, hecho el viaje de millones de años, demostrado la Relatividad del espacio y las cosas.

Hasta pronto, querida Ida.

 

*El autor es un pintor, poeta e intelectual cubano

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