Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La próxima parada

El cuento que presentamos a los lectores de El Tintero pertenece al libro El arte de morir a solas, ganador del Premio Alejo Carpentier 2011

Autor:

Ernesto Pérez Chang

Ernesto Pérez Chang nació en el Cerro, La Habana, en junio de 1971. Ha publicado los libros de relatos Últimas fotos de mamá desnuda (Premio David, 1999), Los fantasmas de Sade (Premio Iberoamericano de cuento Julio Cortázar, 2002), Historias de Seda (2003) y Variaciones para ágrafos (Premio Nacional de la Crítica, 2007). En 2006 apareció su primera novela por la editorial Letras Cubanas: Tus ojos frente a la nada están. Ha recibido además otros premios importantes como la Beca de creación Onelio Jorge Cardoso, en 1998 y el Premio de Cuento de La Gaceta de Cuba, en 2008. Actualmente se desempeña como Jefe de Redacción de la revista Unión, de la UNEAC.

Me disponía a bajarme en la parada siguiente cuando subió un señor que cargaba sobre los hombros una caja verde, pequeña, como de zapatos. Porque lo veía incómodo y sudoroso, le pedí que tomara mi asiento, a fin de cuentas ya terminaba mi viaje e incluso, por una inexplicable inercia de mi parte y un repentino olvido del conductor, ya había agregado unas cuadras de más a mi itinerario habitual. Todas las tardes, invariablemente, cuando terminaba en la oficina recurría a esa misma línea para llegar a mi casa. Incluso sabían bien los choferes que solo después del paredón de la Quinta, al comienzo del cuchillo, debían detener el carro para permitirme bajar. La parada anterior a la mía era la única donde jamás subía un pasajero, no obstante, tal vez porque de modo absurdo lo exigían quienes controlaban la ruta, nos deteníamos medio minuto para esperar por nadie. Era en la explanada donde comenzaba el paredón de la Quinta y, en más de diez años de recorrido, solo en otra ocasión —unos cinco años atrás—, vi subir a una señora mayor que guardaba un loro blanco en la cartera. Por momentos, el pájaro sacaba la cabeza, lanzaba un chillido, y la señora le colocaba una frutilla parda en el pico. Esa señora era la misma que años después viajaba de frente a mí, en el asiento opuesto. Me había escuchado ofrecerle mi lugar al viejo e intercambió con él unas risillas que intenté comprender: tal vez se conocían, tal vez desconfiaban de mi generosidad, tal vez se burlaban de mi vestido; esto parecía lo más probable: ya había decidido echarlo a la basura después de que alguien de la oficina me advirtiera que no me quedaba bien, que era demasiado serio para mi edad. Pensaba en lo ridículo de mi atuendo cuando el viejo, presionándome un brazo con violencia, me secreteó al oído que la próxima no era mi parada, y que no aceptaba mi asiento porque esa tarde el viaje sería mucho más fatigoso para mí que para él. La señora me sonrió con expresión de lástima y me dio unas palmaditas en las piernas como si estuviera convencida de que lo que me había dicho el viejo era lo más aconsejable en aquella situación. Parecía, por los guiños que me hacían, y por las miradas que cruzaban entre ellos, que lo conocían todo sobre mí. No sabía exactamente por qué pero, aunque yo estaba segura de que mi parada había quedado atrás, una extraña voluntad me movía a confiar en las palabras del desconocido. La señora quiso ser mucho más cordial y me extendió una de las frutillas, resecas, que extrajo de un bolsillo de la blusa. Sabían tan amargas como el jugo de las grosellas verdes y sospeché que podían ser venenosas, entonces con disimulo las escupí en un pañuelo que saqué como para limpiarme los labios. Mientras lo hacía, solo por mostrarme amable, le pregunté qué había sido del loro blanco; además, debo aceptarlo, me extrañaba no haberlo visto durante ese viaje, por eso insistí con la pregunta pero la señora no contestó, primero observó por la ventana hacia la naciente oscuridad de afuera, y unos segundos más tarde dibujó unos garabatos en la mugre del cristal; después miró al viejo y por último ambos se echaron a reír a carcajadas. Con la hilaridad progresiva, casi demencial, se tornaban insoportables, por eso, aunque en verdad ya no me importaba saber la suerte del pajarraco, reiteré la pregunta para que dejaran de escandalizar de aquel modo grosero: ¿Qué había sucedido con el loro? La señora hizo como si buscara algo muy importante en la cartera y creo que así evitó contestar. Con el rabillo del ojo al parecer velaba la reacción del viejo: o no se atrevía a contar una historia que no fuera de su gusto, o tal vez la enojaba a ella hablar sobre el asunto, y la mirada y el disimulo eran una advertencia silenciosa, una amenaza. Buscaba con desesperación. Maldecía cada uno de los objetos que extraía del bolso y los golpeaba con rabia. Mientras tanto, con parsimonia, el viejo se acomodaba en el hombro la caja verde que ya, en ese momento, había comenzado a deformarse a consecuencia de la humedad que provenía quizá de aquello desconocido que encerraba. El viejo no pudo sostener la caja por mucho tiempo y la pasó al otro hombro para liberar la mano entumecida. En la maniobra, y también como consecuencia de un frenazo imprevisto, el viejo se tambaleó y estuvo a punto de caer al suelo. El envoltorio evidentemente comenzaba a ceder y le pesaba mucho más que al principio, pero él estaba decidido a no dejarse ayudar. Se perpetuaba en su posición como en una prueba de resistencia, tal vez cumplía una promesa, o respetaba una orden. Quizá, sencillamente, su obstinación era parte de un absurdo ritual o de un rapto de irracionalidad.

De sopetón, la señora dejó de revolver en la cartera y acercó su cara a la mía: «Está demasiado viejo», masculló con rabia y me miró fijamente: «Estamos muy viejos»; después torció su cuerpo buscando al chofer y le gritó algunos disparates que no fueron respondidos, tal vez porque con los años se había acostumbrado a los noctámbulos excéntricos y no les hacía caso. La señora, ya serena, volvió a enfrentarme y me pidió de favor que le secara el sudor al viejo. Comentó que había estado buscando unas toallitas pero al parecer las había perdido o las había olvidado en casa. Le pedí que no se preocupara, de inmediato le secaría el sudor aunque no le advertí que lo haría con el mismo pañuelo donde unos minutos antes había escupido la frutilla. No era aconsejable que se lo dijera. Estaba segura de que ella no se había dado cuenta del detalle, por eso abrí la cartera y saqué el pañuelo pero, cuando lo acerqué a la cara del viejo, la señora me detuvo: «Con eso no. Límpialo con la manga de tu vestido… Ya que lo piensas botar…». No supe cómo lo había adivinado pero tenía razón, después de ese viaje no me serviría para nada y por tanto no había lugar para los remilgos. Era de noche. No me lo volvería a poner. No me gustaba, pensé.

Aunque el viejo se dejó secar el sudor, no soltó ni una palabra de gratitud, no regaló ni una mueca de cortesía. Aceptó la ayuda como una obligación esperada, como si fuese parte de la naturaleza servil que hasta ese momento yo misma no hubiera sospechado en mí. La manga quedó empapada en un agua caliente y grasosa, tan diferente del sudor humano que ni siquiera hice el intento de comprobar si olía mal o bien. Sospechaba que algo nada bueno provenía de la caja, algo que poco a poco, con apariencias de sudor, empapaba su cuerpo y que, a causa de mi compasión, llevaba yo peligrosamente impregnado en el vestido, en la piel. En ese momento solo quería bajarme y caminar, correr a casa. ¿Qué hacía viajando, más allá de a donde debía y a tales horas, con aquellos dos desconocidos?, eran un par de locos y yo estaba perdiendo el tiempo al atribuirles un ápice de cordura. «Mire», le dije al viejo, «puede sentarse. Me bajo en la próxima parada. Ha terminado mi viaje». Hice el intento de ponerme de pie pero esa vez fue la señora quien me agarró por un brazo: «todavía», me dijo, «¿por qué vas tan de prisa?». El viejo, en cambio, se había apartado para dejarme pasar pero fue solo una actuación breve para no levantar sospechas entre los demás pasajeros, unos pocos seres fatigados o dormidos que en verdad no nos miraban. Esa noche éramos tres tan raros como cualquiera de ellos. La señora no liberaba mi brazo e insistía en atribuirme otro destino de viaje ajeno a mi voluntad. «Suélteme», le grité. El viejo había vuelto a su posición y ahora bloqueaba mi salida. «Coma otra frutilla… cómala», le escuché decir a una mujer que viajaba en los asientos del fondo. Me volteé para mirarla. Llevaba un paquetico en las manos y le daba de comer a un niño de brazos. «Tome una de estas», me extendió el paquetico pero no se levantó para alcanzármelo. «Otra loca», me dije. El viaje había comenzado a parecerme distinto aunque no peligroso, sobre todo porque la señora, aún sin soltarme, había roto a llorar. Me retenía con fuerza, mascullaba una sarta de incoherencias y lloraba inconsolablemente sobre mis piernas. Dejé de forcejear y fingí un poco de compasión. Habría hecho cualquier cosa, siempre que no fuera violenta, por desprenderme de aquellos dos. Les prometí que me bajaría donde me lo pidieran, pero que no podía ser mucho más lejos que la parada donde comenzaba el cerrito. Solo hasta allí podía llegar a esas horas de la noche. No conocía aquella parte de la ciudad y no habría sabido después cómo salir de allí, cómo buscar el camino a mi casa. El viejo no dijo nada. Sin soltar la caja, dejando a su paso un rastro de líquido glutinoso, caminó hasta donde el chofer, le preguntó algo pero no esperó respuesta. Dio media vuelta y regresó a donde nosotros balbuceando unas protestas. La señora ya había dejado de llorar pero aún mantenía presionado mi brazo aunque a ratos la sentía ceder, sobre todo cuando miraba hacia la oscuridad de afuera y mascullaba unos cánticos. Por momentos llegué a pensar que, más que un capricho demencial o que una crueldad solapada, en verdad me protegían o se cuidaban ellos de algo terrible que acechaba en la ruta. Tenían demasiado miedo a que me marchara de pronto, a que incumpliera mi promesa, que los dejara solos, por eso el viejo ahora ocupaba todo el pasillo. Con una mano sujetaba la caja y con la otra cerraba mi acceso a la puerta, sin pensar que con otro frenazo imprevisto se exponía a un accidente. «La vida es cruel. Demasiado cruel para ser una vida», le dijo a la señora y esta extrajo una frutilla del bolsillo para introducirla suavemente en la boca del viejo, parecía como una recompensa por haber dicho una frase sin sentido, también por permanecer de pie, impidiendo mi fuga. «Puede usted estar segura de que la dejaremos bajar… Pero tiene que esperar… Veamos, ¿por qué no me peina un poco?», dijo la señora y se inclinó para ofrecerme un rastrillito de madera en forma de garra. Fue solo en ese momento que noté que la mano le temblaba, también la voz, el cuerpo todo. Podía sentir sus temblores en mi propia carne como si no proviniesen de ella sino de mí. Después de haber deshecho un moño que llevaba cubierto con una redecilla, tomó mi mano para deslizarla tal como debía hacer yo con la garra en su cabello: «Hágalo así, suave, bien suave», me ordenó mientras ponía el rastrillo en mis piernas. Se había sentado en el suelo para reclinarse de espaldas a mí y me sonreía desde esa posición como invitándome a comenzar, de modo que me vi obligada a peinarla. Poco a poco, con el cuidado que me había reclamado, fui extendiendo el pelo del cual se desprendía un líquido muy semejante a aquel que exudaba la caja o el cuerpo del viejo y que también llevaba yo en las mangas del vestido y en las faldas. Un agua que ya bien cercana, ya tan pegada a mi cuerpo, y aun así no la percibía con ese olor a suciedad que imaginaba por su evidente naturaleza oscura, deletérea; no obstante el asco que sentía, continué peinando y esparciendo los mechones, embadurnándome las manos con aquello pringoso. Mientras tanto, el viejo había estado observando el movimiento de mis manos. Parecía tan fascinado con el ir y venir del rastrillo que no se daba cuenta de que las paredes de la caja se estaban quebrando y ya casi dejaban ver el contorno de una masa informe. Él mismo, vencido por la fatiga, había comenzado a encorvarse y le faltaba muy poco para rendirse y caer al suelo; a pesar de ello continuaba con la mirada perdida en el vaivén y así no había reparado en que la señora estaba dormida y que poco a poco, sin dejar de peinarla, yo la había ido apartando de mis piernas para dejarla tendida en el piso, entre los asientos. Debía escurrirme lentamente, por debajo del brazo del viejo y entre sus piernas hasta alcanzar el pasillo. Ya el chofer se había detenido en la parada del cerrito y a esas alturas del viaje se adentraba en aquellos parajes de la ciudad que yo no conocía, así que a cada minuto el trayecto se tornaba mucho más peligroso. El viejo continuaba observando el movimiento del rastrillo o tal vez la existencia de algo invisible mucho más allá de mis manos, algo que no estaba allí.

Mientras más me alejaba de mi asiento, mucho más difícil se me hacía continuar peinando a la señora. Ya ni siquiera lograba rozarla, solo me arrastraba en silencio, me escurría milímetro a milímetro por el suelo y movía las manos en el aire para no deshacer el éxtasis que provocaba en el viejo. Con la caja a punto de estallar sobre los hombros, casi acuclillado, perseveraba en medio del pasillo. Le empujé suavemente las piernas con los hombros y se apartó sin problemas, incluso creí escucharle decir «tenga usted muy buenas noches». La señora, más que dormir, parecía muerta en medio de un charco que provenía de la caja o del viejo, aún no lo sé. Me arrastré hasta alcanzar la puerta. La mujer que viajaba en los asientos del fondo me observaba con tristeza, por descuido había dejado caer el paquetico y las frutas pardas estaban esparcidas por el suelo. Mientras tanto, yo continuaba moviendo el rastrillo, debía hacerlo hasta que el ómnibus se detuviera. Y se detuvo finalmente. Entonces debí salir corriendo hasta adentrarme en la oscuridad de cualquiera de aquellos barrios, y luego refugiarme en un rincón a esperar por el día siguiente para encontrar el camino de regreso y volver a mi casa, y a la oficina, y al itinerario habitual, pero al abrirse la puerta una intuición extraña me detuvo y un sentimiento, que nada tiene que ver con la compasión, el arrepentimiento o el temor, me hizo regresar a mi asiento junto a los desconocidos. Por un tiempo casi llegué a enloquecer buscando una explicación, entonces pasaron los días y terminé convenciéndome de que no la hay, nunca la hubo ni la habrá, pero que gracias a aquella tarde accidentada había encontrado el lugar que siempre ocupé en el mundo, y descubrí que no coincidía con el lugar donde creía estar. El hecho es que hubo una noche en que logré llegar al otro lado de la ciudad, y que a partir de allí estuve irremediablemente del otro lado y que ya no había nada que comprender sobre lo sucedido, a no ser que ya nadie jamás pasaría indiferente y que todas las acciones humanas del mundo eran comprensibles…

Ahora ninguno de los dos desconocidos viaja a mi lado. Cuando regresé aquella vez para continuar peinando a la señora, los dos despertaron y sin decir nada, terminaron su viaje en la parada siguiente. Ni siquiera dijeron adiós. Cuando, a punto de bajarse, les volví a preguntar por el loro blanco, y además por el contenido de la caja, los dos se miraron y comenzaron a reír a carcajadas. Aún hoy, cuando el ómnibus se detiene en la noche silenciosa, si afino el oído puedo sentir lo insoportable de sus risas, entonces abro el bolso, saco un par de frutillas y las como con desesperación porque al hacerlo no pienso en nada, y si alguien me pregunta por qué continúo allí, sin bajarme en algún lugar de esta ciudad interminable y oscura, simplemente les respondo que lo haré en la próxima parada.

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