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Los continuos Lepanto de Cervantes

Autor:

Enrique Milanés León

Con apenas 24 años, un desconocido enfrentó sin escudero sus propios «gigantes», en aguas griegas, en la célebre batalla de Lepanto. En el lance recibió tres arcabuzazos que le dejaron, entre otras marcas, la perenne inmovilidad de su mano izquierda y el consecuente mote de cuyo nombre no quiero acordarme. No obstante, salió bien librado considerando que, entre muertos y heridos, esa contienda que suele mencionarse como de pasada dejó más de 61 000 víctimas en apenas seis horas.

Tiempo después, en septiembre de 1575, Miguel de Cervantes, que así se llamaba el audaz soldado, terminaría preso en Argel, tras ser capturado el barco en el que trataba de regresar a España desde Nápoles.

Hijo de Alcalá de Henares y nacido el 29 de septiembre de 1547, a este hombre —que siempre glorificó el combate naval, recordado a la fuerza por su zurda rigidez— le persiguieron la oscura fortuna y no uno, sino varios «Lepanto» personales.

Nunca consiguió que uno de los buenos colegas de su época prologara el Quijote, a pesar de que a pocos pasos de su casa vivía nada menos que Lope de Vega, el autor que con 15 años menos halló el reconocimiento mucho antes que el atribulado padre de Quijote y Sancho.

Lope no solo despertaba a su paso los suspiros de las damas —y a menudo, por lo que se cuenta, sacaba carnal provecho de ello—, sino que ganó en la taquilla de los teatros unas sumas que solo en sueños podía recaudar su vecino.

El «Monstruo de la naturaleza» —como alguna vez, en su etapa fraternal, llegó a llamar Miguel a Lope— nunca reconoció la valía del Quijote y, tras el privilegio de leer un manuscrito de la hoy considerada primera novela moderna, llegó a comentar en carta a un amigo: «De poetas, muchos están en ciernes para el año que viene, pero ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote».

Fue aun más lejos: en cierto soneto llamó cornudo a Cervantes y a cada rato deslizaba la invectiva, cruel alusión al presunto proceder de Catalina de Salazar, la esposa a la que Miguel sacaba 18 años de diferencia y a la cual se cree que Lope llegó a cortejar, sin éxito. Catalina pidió que, una vez muerta, la enterrasen junto a su marido.

Además de este vecino, que le parecía petulante, Cervantes tuvo en las cercanías de casa a Quevedo y a Góngora. Entre todos hicieron, a pura imagen literaria, que el entonces barrio de Las Huertas se llame ahora de Las Letras o de Las Musas, pero por encima de las evocadoras imágenes que ello sugiere, la mutación real conllevó episodios tensos.

No, por mucho que uno lo crea a la vista de los infinitos rifirrafes actuales, las rencillas entre escritores no son un invento contemporáneo. En los mesones, tabernas y tertulias de Las Huertas se cosechaba todo tipo de intrigas y en ellas también se movía a su gusto —pese a su constante presión económica y su tartamudez— el autor que hoy tenemos como espejo de la Lengua y que en sus días gustó del naipe, del correveidile y de la rebosada jarra de vino.

Dicen que, sin embargo, se llevó muy bien con Góngora —«un vivo raro ingenio sin segundo», le proclamó—, con quien compartía, porque nadie es perfecto, la enemistad militante hacia Quevedo. Quizá olvidando su condición de manco, o tal vez por no poder hacerlo, Cervantes participaba de la burla a aquel por su cojera y del empleo de un sobrenombre cruel para aludirlo: «Patacoja».

Como si tratara a un malandrín que obstruyera la bienhechora mano del Quijote, Cervantes llegó a escribir en el poema narrativo Viaje del Parnaso que, ante la llamada de los buenos poetas, «mal podrá don Francisco de Quevedo venir» porque «tiene el paso corto y no llegará en un siglo entero». Ya se ha visto: no hay espada de caballero andante tan afilada como la pluma, o la lengua, de un gran escritor.

Padre de una literatura e hijo de una época, Cervantes fue a su manera, como su personaje mayor, un cuidador de doncellas: vivía con su hija, su mujer, sus dos hermanas y su sobrina en tiempos en que una dama sin marido solía ser mal vista, y peor tratada, lo mismo por la maledicencia colectiva que por equivocados «machos» de ocasión.

Su fecha de muerte trae todavía confusión: fue en 1616, pero no el 23 de abril —Día Internacional del Libro, merced a una fundamentación equivocada—, sino el 22; tampoco el mismo día de partida de

Shakespeare, quien dejó el mundo en Inglaterra, a bordo del calendario juliano, con el 23 de abril en la pared mientras en la «gregoriana» España era realmente 3 de mayo.

Cual otro Alonso Quijano rodeado de pocos, en su último día, hace 400 años, estaban con él, en la casa de la calle León, esquina a Francos, su mujer, alguna hermana, su sobrina Constanza y escasos allegados. Tenía 68 años y una larga lista de aventuras que resumir en su adiós.

Pasó el tiempo. Parecía que, para rendir gloria a su nombre, bastaba la novela más honda en letra hispana, pero no. Eterno escritor andante, Don Miguel es, desde diciembre de 2015, el centro del sistema planetario µ Araeb, cuya estrella se llama Cervantes y los cuatro planetas que la orbitan, Quijote, Sancho, Dulcinea y Rocinante.

No quedan dudas de que allá arriba, en la constelación de El altar (Ara), a 49,8 años luz de la Tierra, una técnica efectiva de búsqueda de otras vidas sería el relato —¿en taberna?— cervantino de que «en un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor». Si quien lo escuche se emociona, sin falta se trataría de un ser inteligente.

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