Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

No es tiempo de juegos de «invencibles»

Autor:

Osviel Castro Medel

Pasaron tres días sin escuchar los gritos de «¡Gooool!». Setenta y dos horas sin oír las voces de «Pásala, Niche», «Eres un muerto» o «¡Coge, melón!».

Creí entonces que los partidos de fútbol en plena avenida se habían terminado; que la campaña de «Quédate en casa» empezaba a dar sus frutos y las mentes de aquellos jóvenes, adictos al deporte en la nocturnidad, notaban ya el tremendísimo peligro.

Me equivoqué. Espoleado por un encargo editorial, solo tuve que salir de mis paredes para ver a esos y otros muchachos enredados en juegos más riesgosos: tomando de una misma botella en una esquina, haciendo un coro apretado en un parque, saliendo en grupos a «pescar» ¿una «virusirena»?

Desde varios puntos de nuestra geografía llegan otras anécdotas, reveladoras de una asombrosa e irresponsable temeridad, algunas ligadas a los de menos primaveras: desde los que se fueron a una playa a «disfrutar», hasta quienes se enrolaron en una agitada fiesta madrugadora... como si nada pasara.

Cuando uno escucha tales dislates, no solo piensa en la imprudencia de quienes comienzan a empinarse ahora, todavía con ciertas ingenuidades a cuestas. Piensa también en el grave yerro de los que ya han desandado el mundo y deberían tener mejor percepción del gol inmenso que se están anotando en puerta propia. Un gol capaz de matar.

Sí, porque desde hace rato se acabaron los mitos vinculados con la invulnerabilidad de los jóvenes o la resistencia al nuevo coronavirus en los niños. Miremos el ejemplo de Julie, la adolescente de Francia que falleció esta semana con solo 16 años y sin haber tenido antes padecimiento alguno.

«Debemos dejar de creer que esto solo afecta a los ancianos. Nadie es invencible contra este virus. La enfermedad comenzó de forma leve y empeoró rápidamente», contó su hermana mayor, Manon, a un periódico de aquel país, para advertir a los bisoños de todo el mundo que vivimos una época anómala, de enormes contingencias.

No se trata, por supuesto, de generar pánico porque ningún miedo vence al patógeno. Se trata de dejar de jugar con fuego, entender que la excesiva confianza jamás será remedio y de no creer ciegamente en los surcos del destino.

Por eso, el mismísimo Presidente de la República, Miguel Díaz-Canel, ha insistido en una idea meridiana: la suspensión del curso escolar está lejos de ser una etapa vacacional; fue una medida necesaria para que los nuevos permanecieran en sus casas junto a la familia.

«Los jóvenes pueden estar sanos, pero si portan la enfermedad están arriesgando la vida de sus padres y de sus abuelos, por tanto es una responsabilidad social. Este no es el tiempo de recrearnos en la forma en la que lo hacíamos, no estamos en una condición normal de vida», ha enfatizado el Jefe de Estado.

¿Cuándo será que lo entenderemos? ¿Cuándo despertarán los que están durmiendo aún en la época de la «normalidad»? ¿Leerán los padres e hijos este mensaje para y por la vida?

El camino más sabio, en apariencia, es seguir repitiéndolo sin cansancio, por disímiles vías, para llegar a la conciencia colectiva; pero no podemos renunciar a la coerción de las fuerzas públicas en una era extraordinaria, que se asemeja a una guerra invisible, en la cual el descuido de uno —por robusto o joven que sea— puede poner en aprietos a grandes grupos.

Definitivamente hoy somos una nación necesitada más que nunca de unidad; un país en el que, como bien dijo nuestro Presidente, «cada uno depende de todos y todos dependemos de cada uno».

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