En el aniversario 54 del alzamiento del 30 de noviembre vuelve a nosotros con una fuerza renovada la figura de aquel joven santiaguero que a golpe de inteligencia, espíritu de sacrificio y coraje se ganó un lugar cimero entre los héroes de la Patria. Me refiero a Frank País García.
Aquel conocido mío había merecido justificada distinción. Disponía de todas las cartas para ganar, para triunfar. Nunca habría dicho que sería un hombre de éxito, porque jamás he podido conciliarme con todas las probables connotaciones turbias de semejante calificativo, en un rechazo, tal vez intuitivo, que el cineasta cubano Solás vino a reforzar con el trazado conductual y la trayectoria del personaje central de su clásico filme homónimo.
¿Cómo alguien puede pensar que en un país en guerra los niños están más seguros que en cualquier otro lugar del mundo? Pues sí, no solo lo piensa, lo sostiene y además lo hace público durante una entrevista. Al parecer para Mark Sedwill, enviado de la OTAN a Afganistán, los pequeños de esa nación se mudaron a otro planeta, o peor aún, malviven y mueren en el que las tropas extranjeras ocupan, mientras los autoproclamados salvadores intentan hacer creer lo contrario.
Incontables han sido y son en el mundo los conflictos por ocupaciones de territorios, generados siempre por los poderosos en su pretensión de aplastar a los vecinos más débiles.
Siempre me ha inquietado el misterio sepia de aquellos daguerrotipos que iniciaron la era de la fotografía en 1839, en Francia. Desde esos solitarios retratos de plata, ejemplares únicos, nos observan seres como espectros que, por primera vez en la historia de la Humanidad, obtenían la reproducción exacta y duradera de su imagen.
Cada 27 de noviembre la juventud cubana, encabezada por miles de estudiantes de Medicina, rinde homenaje a aquellos ocho adolescentes que sucumbieron en tiempos terribles «a manos de la inhumanidad y la codicia», como diría Martí. Es hermoso ver a un pueblo entero recordar agradecido a los que con el sacrificio de sus vidas le hicieron comprender que la felicidad no es un destino, sino el propio camino que recorremos cada día, y que la vida es breve, frágil y puede escurrirse silenciosa a nuestro lado si nos entretenemos.
Todo está cerrado. La puerta, enrejada, tiene incluso un candado bien grande. Y cerca de este un letrero ¿gracioso?: «Estamos afectados por fluido eléctrico. ADMON».
La reunión de lobos y zorros protagonizada por representantes de la ultraderecha continental el pasado miércoles en Washington, pudiera calificarse de intento desesperado de la jauría por obtener nuevamente el control de Latinoamérica.
SI en verdad el tiempo es la medida de la vida, cuando aquel se desaprovecha, la existencia misma se desperdicia miserablemente, ya sea porque no supimos, no quisimos o nos impidieron extraerle todo su potencial rendimiento e imprimirle, además, valores añadidos. Tal vez apuntamos hacia una de esas reflexiones sustanciales que solemos dejar pendientes, paradójicamente «por falta de tiempo», lo que suena más a pretexto que a hacernos la pregunta, a fondo, de si fuimos suficientemente educados para ocuparlo de manera enriquecedora y tomarle el gusto, como también si respetamos el sagrado tiempo de los demás.
La interrogante salta como las liebres de los sombreros mágicos. Se la hacen lo mismo medios internacionales de derecha que amigos de izquierda. También se instala en no escasos corrillos internos.