Hace quince años los medios y ciertas audiencias internacionales se refocilaban de júbilo con el derribo de estatuas como si con ello pudieran sepultarse los hechos y la historia.
La competencia no es por ver cómo el equipo completo hace un gol, sino que cada jugador —desentendido de las necesidades de sus compañeros— se las arreglará por sí mismo para alcanzar su objetivo.
La voz de Vilma vuelve a escucharse en la radio y por un momento la triste noticia desaparece. Son tan semejantes ella y su voz que nadie podría separar al ser de su sonoridad: dulce y firme al mismo tiempo. Elegante y sencilla a la vez. Sin prisa, sin estridencias, sin complicaciones semánticas, sin frases hechas, a pesar de la voluntad didáctica y la lección ética inseparable de su palabra. Su voz es la voz de un tiempo heroico, atravesada por la natural discreción del protagonismo femenino de la Revolución Cubana.
Vilma Espín Guilloys se fue por uno de esos delicados senderos de la plenitud que ella desbrozó para las cubanas, desde aquellos años montaraces. Y las mujeres le deben una lágrima infinita a esa bella santiaguera que sacudió los hogares, y abrió a los vientos huracanados de la redención las puertas y ventanas, los fogones y hasta los armarios perfumados de la intimidad.
Por esos misterios de la conversación y de la amistad, casi nos despedíamos después de encontrarnos en la sede de la Unión de Periodistas, cuando Pedro Urra —el director de la Red Infomed—, Roger Ricardo Luis —subdirector del Instituto Internacional de Periodismo— y yo nos enredamos en el diálogo que he decidido exorcizar en esta cuartilla.
Laura dejó de ser una niña, ya tiene el pelo largo y sus líneas de mujer se acentúan más en el recién estrenado vestido verde. La ilusión de que su papá Ramón esté junto a ella el día de los 15 se ha roto. Irmita tal vez se case pronto. El libro de Ivette crece, y René tampoco está. Lizbeth sabe leer perfectamente; Gabriel comprende de razones; Aylí es más desinhibida y Tonito es todo un hombre.
No sé si es porque nací en una isla inconcebiblemente desprovista de pescado, como plato natural, sobre la mesa. No sé si es porque ahora ando por otra, de paso, donde el mar está a la mano (como las nostalgias por la mía), pero lo cierto es que soy una red de pobre hilo que salgo a navegar, siempre que puedo, por los engañosos y mágicos mares de la información en busca de las mejores presas que me alimenten el espíritu y me hagan ver que eso es la vida: preparar cada noche con dedicación los avíos, como lo hacía Santiago, el personaje de Hemingway, para salir a la mañana siguiente dispuestos a atrapar al gran pez.
Al parecer existe entre nosotros alguna especie de doctor Hannibal Lecter tropicalizado. Es un tipo de «malo» muy especial; tan repugnante y peligroso como el protagonista de la famosa novela, convertida por el cine norteamericano en el taquillero filme El silencio de los corderos.
Dos personas dialogan exaltadas. Una arguye que le «hierve la sangre» cada vez que pasa por una esquina y ve a varios muchachos sentados largo tiempo, conversando y riéndose de todo el que pasa.
Los datos son de la Patrulla Fronteriza de EE.UU., comprometida a cumplir su misión de contener el flujo migratorio, algo que se les hace imposible a ojos vista, pero obliga a quienes están dispuestos a encontrar su «sueño dorado» a buscar un paso por lugares cada vez más apartados y de peligrosidad multiplicada.