Cuando José Martínez Ruiz —conocido internacionalmente en el mundo intelectual como Azorín—, cumplió 93 años, se le hizo un breve aunque famoso cuestionario de cinco preguntas, al que contestó con 17 palabras.
Una mañana formularon la pregunta con prisa y medio en serio, y nadie le hizo demasiado caso. Sin embargo, después, aquella incógnita tronó en varias ocasiones en mi mente: ¿Están igual que Mente Pollo, que todo lo critica?
Lo encontré con la humildad propia del título que le da nombre. Estaba allí en un discreto estante de la librería de la Terminal de Ómnibus Nacionales. Lo tomé en mis manos y miré a ambos lados como quien teme que le arranquen el último boleto para montar en el Arca de Noé ante un inminente diluvio.
La llamada vida moderna, con sus cargas de agitación y estrés; con su voluminoso y casi siempre engañoso fardo informativo (léase Internet, satélites, video celulares, DVD y otras novedosas tecnologías) desdeña a los juglares: esas personas gracias a las cuales conocemos, desde épocas inmemoriales, cómo éramos antes de tanto invento.
Por supuesto que corresponde a una exaltación de su prepotencia imperial, y ello les conduce a ni siquiera sonrojarse para dejar claro el proceder hegemónico. Así que por la puerta ancha de la injerencia entró el almirante William Fallon, al asumir el mando del cuerpo armado estadounidense que se enseñorea desde el Cuerno de África hasta Asia Central; por tanto, dirigirá las guerras de Iraq y Afganistán con el concepto de «por los siglos de los siglos»...
El optimismo desenfrenado nos asecha cuando, si estás apurado, alguien te advierte: No corras, hay más tiempo que vida. Uno, al oírlo, sonríe disimulando las ganas de responderle: si, cará, por eso me apresuro, porque la vida siempre es corta frente al tiempo. Habría que virar al revés, o al derecho, tan consoladora frase, y decir: Apúrate, que hay menos vida que tiempo. Solo así es válido el optimismo ante el paso de las estaciones y los años.
Madrid lo sabe. Y paga.
Partido único en Italia
SI algo debe reconocerse a Bush es lo bien que tiene colocada la autoestima; solo así se explica que su regreso a la Casa Blanca no lo haga asido de los brazos por su esposa Laura y la ministra Condoleezza Rice arrastrando, entre ambas, el peso de la crisis depresiva del presidente de Estados Unidos.
Solo el silencio bien otorga cuando de honrar se trata tan alto arrojo, firmeza de principios, apego a un ideal, voluntad de morir por una idea justa y sentido sin límites del papel de una generación en la lucha. Baste comentar que aquellos jóvenes, que solo contaban (según describen) con una experiencia hollywoodense o fílmica del combate, fueron sin concebir un plan de retirada. Iban a vencer o morir.