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Haití: ¿quiénes la han empujado hacia el fondo?

Una saga de intervenciones y muy poco de ayuda para su desarrollo preceden la crisis actual

Autor:

Marina Menéndez Quintero

Aunque constituye ahora el grito más alto, la muerte de entre 150 y 300 personas en Haití en las semanas recientes, como resultado de una guerra entre bandas delincuenciales y su disputa de una ciudad, Cité Soleil, no es más que el corolario de la depauperación económica, social, y también política y hasta moral de una nación abandonada a su suerte.

No debe interpretarse que lo contrario fuera otro operativo al estilo de la virtual ocupación de los cascos azules de la ONU que, en pleno vigor de las llamadas intervenciones humanitarias, fueron despachadas a Haití en el año 2004 y permanecieron allí hasta 2017, justo cuando estaba al frente del país un presidente objeto de magnicidio: apenas cuatro años después de irse las tropas, Jovenal Moise fue asesinado como resultado de un complot en el que participaron exmilitares colombianos pagados y se presume la mano de autores intelectuales locales.

Quienes desde afuera y con la óptica de Occidente juzguen ahora con severidad a Haití, podrán decir que al momento de irse los cascos azules el país no estaba listo para asumir su propio destino.

Así lo demostraría el caos reinante luego del crimen contra Moise, hace ahora un año, y el hecho de que el mismo atentado que le costó la vida evidenciara un auge delincuencial ya en boga que, en el peor de los casos, podría tener rivalidades políticas en su sustento… Pero esa es una hipótesis no demostrada, porque todavía los tribunales no lo han probado ni se han esclarecido, o al menos no públicamente, los entretelones del suceso.

Los que así piensen hablarían también, seguro, de la corrupción, un mal real de muchas de las naciones dependientes latinoamericanas y caribeñas, y que pareciera concomitante con la pobreza, pero que no es causa, sino, más bien, consecuencia del subdesarrollo económico y social que ha entronizado a los falsos políticos, siempre afines al poder supranacional para mantener sus prebendas; y, también, fruto de la falta de oportunidades que ha exacerbado la delincuencia.

Sin embargo, lo que quizá no recuerden quienes juzguen superficialmente el panorama haitiano, es la no concreción de la ayuda brindada por los países ricos tras el terremoto de febrero en 2010, que dejó a la sociedad quebrada y no solo a sus ciudades; ni la limitadísima solidaridad cuando el país fue asolado por el cólera; ni tampoco consideren que su soberanía fue hollada y su destino torcido, cuando dos golpes de Estado fraguados a sabiendas de —o desde— los propios Estados Unidos en 1991 y 2004, sacaron del Gobierno y del país a Jean Bertrand Aristide, el hombre que casi 20 años después de su última salida forzada fueron a buscar a su casa cientos de manifestantes, hace dos semanas, para decirle que él debía asumir la presidencia.

«Aristide sabía cómo hablar con la gente. Podría haber silenciado a los líderes de las pandillas», dijo uno entre la muchedumbre, citado por el periódico Haitian Times, aunque las relaciones del expresidente con la Casa Blanca en otros tiempos, a cambio de su primer regreso al país, le restaran brillo. Aristide también tiene críticos en Haití y hay fuentes que lo relacionan con las bandas violentas.

Estado fallido

En la primera de las asonadas de que el exmandatario fue víctima, la de 1991, ha trascendido que la CIA jugó su papel y, aunque después fueran las tropas yanquis enviadas por Bill Clinton las que retornaran al Presidente depuesto a Puerto Príncipe, lo hicieron cuando ya no le quedaba tiempo de gobierno, porque era al término de su mandato.

En todo caso, «reponer» a Aristide en 1994 pudo ser una justificación de Washington para desplegar sus tropas en la que llamó operación Defender la Democracia, como un modo de salvaguardar los intereses de organizaciones estadounidenses radicadas en Haití al tiempo que garantizaban la impunidad de los militares golpistas, opinan algunos estudiosos al mirar los hechos a distancia. 

En 2004, la mano de Washington en el nuevo golpe fue más visible y acaba de ser reconocida, incluso, por estudios difundidos por The Washington Post después que John Bolton, exasesor de Seguridad Nacional de Trump y también parte de los equipos de Gobierno de Ronald Reagan y los Bush, reconociera en una entrevista haber participado en muchos golpes de Estado implementados por su país.

Precisamente, un comando militar élite de EE. UU. trasladó a Aristide en marzo de 2004 a la República Centroafricana, luego a Jamaica, y finalmente a Sudáfrica, nación que lo recibió y lo reconoció como presidente legítimo… pero, en «el exilio». En tanto, la ONU desplegaba los cascos azules en una nueva operación de «mantenimiento de la paz».

Aristide es un excura saleciano con tanto arraigo popular en 1990, que arrastró a las inmensas mayorías y estas lo catapultaron a la presidencia. Por eso se bautizó a ese movimiento popular Lavalás: la avalancha, traducido del creole; ese sigue siendo hoy su partido político.

En todo caso, su accidentada historia política es útil para recordar las sucesivas intervenciones militares de que Haití ha sido objeto no solo en los tiempos recientes, sino desde el lejano año de 1915, cuando el presidente Jean Vilbrun Guillaume Sam fue asesinado y el ocupante de turno de la Casa Blanca, Woodrow Wilson, envió a los marines con el mismo declarado propósito de «mantener la estabilidad».

Desde entonces se entronizó la inestabilidad, pasando por los abusos de la feroz dictadura de Francois y Jean-Claude Duvalier, sostenida por las potencias extranjeras.

Todo ello conforma una saga que nos deja ver la presencia nada provechosa de Occidente y, fundamentalmente, de Estados Unidos, en el devenir haitiano.

Esa herencia pesa en lo que está ocurriendo hoy. Usando los términos en boga, podría afirmarse que desde entonces se condicionó a Haití para ser un «Estado fallido».

El caos

En medio de la inestabilidad social agudizada desde el asesinato de Moise, ahora se sigue dilatando la convocatoria a elecciones generales que ya estaban atrasadas cuando el mandatario fue brutalmente muerto en su residencia oficial.

Se afirma que el Parlamento ha quedado reducido a solo diez senadores, y que el sistema judicial no puede actuar porque el tribunal de Puerto Príncipe se encuentra en una zona controlada por las bandas criminales. La crisis política empuja la crisis social, y viceversa.

Pese a todo, pocos en Haití apostarían a otra «ayuda» que implicase el despliegue de tropas extranjeras. Del cuerpo de uniformados de la ONU que estuvo hasta 2017, solo ha quedado una estela de acusaciones de abusos sexuales y violaciones e, incluso, la presunción de que algunos de sus miembros llegaron contagiados y pudieron ser el foco de la epidemia de cólera desatada en octubre de 2010.

A fines de la semana pasada y a sugerencia del titular de la ONU, Antonio Guterres, el Consejo de Seguridad aprobó una resolución en la que pide el cese «inmediato» de las actividades delictivas y la violencia entre bandas, y manifestó que el organismo podría adoptar «medidas apropiadas» —al parecer inaplicables para una nación tan pobre— que incluirían la congelación de «activos» y la prohibición de «viajar» a quienes apoyen o participen en los enfrentamientos armados, o en cualquier actividad que «socave la paz, la estabilidad, la seguridad de Haití y la región».

La resolución también extendió hasta el 15 de julio de 2023, el mandato de la Oficina Integrada de las Naciones Unidas en Haití (BINUH, por sus siglas en francés), una entidad instaurada tras el cese de la pretendida ocupación «humanitaria» y dedicada a asesoría técnica que a partir de ahora, sin embargo, aumentaría el personal de su unidad policial y penitenciaria, e incluiría a nuevos agentes.

Agrupaciones sociales y políticas haitianas como el partido Pitit Dessalines, se han manifestado en contra de la extensión del mandato de la Binuh. Según el líder del partido, Moïse Jean Charles, esa entidad no respeta su misión, y reconoció públicamente a las bandas.

Desde Estados Unidos, la organización Black Alliance for Peace (Alianza Negra por la Paz) también condenó la decisión y dijo que la Binuh constituye una violación de la soberanía del pueblo haitiano, al tiempo que cuestionó los resultados concretos de más de 13 años de presencia militarizada en Haití.

En medio de la actual debacle sería lícito preguntarse cómo puede remontar la cuesta una nación sin recursos, asolada durante dos siglos por la más absoluta desprotección y «ayudada» solo por el intervencionismo, mientras la comunidad internacional deja engordar a los verdaderos gérmenes que han carcomido el tejido político y social: el hambre, las enfermedades y la falta de viviendas que dan la pobreza extrema.

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