Debemos repetirlo hoy, aunque muchos sigan cayendo en el error: no se llamaba Carlos Juan, sino Juan Carlos. Pero él, ya bien maduro, quiso firmarse Carlos J, para diferenciarse de su hijo, Carlos Eduardo, quien también era médico.
Le pedí, en un arresto, que me dejara ver la casa, subir al segundo piso. No dejaba de mirar al enorme espejo que recortaba mi figura, como buscando una puerta secreta. Había usado el mejor tono, eso creo; pero la anciana usó el suyo y arguyó que eran sus aposentos privados. Con elegancia, con decisión, me detuvo.
Más de una vez los he escuchado decir después de salir del agua: «¡Oiga, qué frío!» o «qué cantidad de jejenes y mosquitos» o «si para nosotros es difícil, cómo debe haber sido para ellos, que cruzaron esto a pulmón».
En los primeros días de la villa la vereda estaba sombreada de altos pinos, pero con el tiempo, el suave crepitar de las ramas había ido desapareciendo y el sol se enseñoreaba en los caminantes y el polvo.
La conspiración para justificar el despojo del pueblo palestino de su territorio, riquezas y derechos nacionales comenzó mucho antes de que la ONU aprobará semejante injusticia —una barbaridad jurídica— el 29 de noviembre de 1947.
Alejandro, convocado, llamado, compulsado por los presentes, llegó del fondo de la sala al entablado breve. Tímido y sorprendido confesó que solo por chileno estaba allí, «pillao», entre poetas, trovadores, artistas y escritores, él, nada acostumbrado a las tribunas, casi sin palabras ni saber qué hacer con su emoción ese día memorable del centenario de don Pablo Neruda, el hijo de ferroviario que nació en Parral y creció en Temuco bajo las lluvias persistentes, sonoras y olientes a tierra y vegetación del Chile más austral, las lluvias que humedecieron para siempre sus versos.
Ninguno de nosotros entiende la historia de la misma manera. Y del entendimiento —es obvio— se deriva la interpretación. Los lenguajes, acomodados a los intereses de la mano que escribe (o la de quien los patrocina), son determinantes a la hora de hilvanar el relato.
A sus escasos 24 años, su nombre es, para quienes la conocen, sinónimo de una alegría contagiosa y despreocupada. Es vanidosa en el mejor sentido, con un estilo tan singular que hace que todas las miradas la sigan al pasar.